Este jueves 20 de febrero se cumplirán los primeros 50 días del año. A pocos días de iniciar la Semana Santa, estamos en el momento perfecto para revisar esas metas que nos planteamos al principio del 2020, dar un vistazo a lo que hemos conseguido hasta ahora y pensar cómo vamos a vivir los siguientes 315 días que nos quedan.
Para proyectarnos hacia el futuro y plantearnos seriamente ¿qué queremos hacer con esta vida –con estos días- que Dios va regalando? pienso que primero hemos de analizar con sencillez y humildad cuál es nuestro presente. Hemos de reconocer que han sido muchos los fallos e incontables las caídas que hemos tenido. Si somos absolutamente francos con nosotros mismos podríamos decir que en estos 50 días es poco lo que hemos conseguido. A lo mejor esas metas y compromisos que con tanta ilusión nos propusimos cumplir ya están en el olvido. La dieta que íbamos a empezar; el entrenamiento diario para correr una maratón, tener más paciencia con mis hijos, el no hablar mal de nadie, la lista de libros que íbamos a leer, aprender un nuevo idioma o ese curso de pintura al que nos habíamos apuntado… ¿Dónde ha quedado todo?
La vida tiene sus formas de apresurar el paso y nos va metiendo cosas “urgentes” –pero no importantes- en la intersección de nuestros días. De vez en cuanto nos viene bien frenar a raya, salir del coche, y –a veces- hasta subirnos al techo, para ver bien por dónde vamos y hacia dónde estamos conduciendo nuestra vida. ¿Qué estoy haciendo con mis días? ¿Cómo estoy invirtiendo (o gastando) mi tiempo? ¿Quién se está beneficiando de mis talentos?… Por contradictorio que parezca, es sumamente importante dar en el calvo con ese “parásito” que se nos va metiendo y nos impide avanzar. Más que en mis virtudes y grandes hazañas, en lo que he de enfocarme es en ese elemento que es superior a mis fuerzas y logra derrumbar todo lo que con tanto esfuerzo había construido. Pereza, desorden, vanidad, soberbia, mal carácter, impaciencia, caprichos, espíritu crítico, actitud negativa ante la vida… Son muchas las cosas que nos pueden desviar del camino. Pero ¡no importa! De verdad, ¡no importa para nada! Dios cuenta con nuestras flaquezas y debilidades, pues fue El mismo quien las puso ahí.
Los hombres somos como las perlas que cultiva Dios. Si los sabemos enfrentar, con paciencia y espíritu deportivo, nuestros defectos serán como ese parásito que se introduce en el interior del molusco de una concha. Lentamente el molusco va cubriendo este cuerpo extraño con partículas de carbonato de calcio(CaCO3) y una proteína llamada conchiolina, hasta formar varias capas del nácar que recubre completamente al parásito. Al cabo de un período variable la partícula termina cubierta por una o más capas de nácar, creando una preciosa perla que tarda aproximadamente 10 años en formarse.
Visto de esta forma, nuestras imperfecciones pueden llegar a ser el tesoro escondido, del que solo un artesano como Dios logra transformar en perlas de altísimo valor. Pero hay que tener paciencia y una gran dosis de buen humor para alcanzar esta perfección, esta belleza de la perla a la que todos estamos llamados a ser.
Por eso, lo importante no es echarnos a llorar y lamentar nuestras caídas; o pensar que realmente no tenemos todo lo que se necesita para alcanzar esos grandes sueños que muchos anhelamos. Al contrario, para poder avanzar es indispensable darnos cuenta de esto –cuanto antes mejor- y llegar a la raíz del problema. Saber cuál es nuestro principal “tendón de Aquiles” (probablemente será el que más me cueste reconocer) y ¡manos a la obra! A tomar “el toro por los cuernos” –como dicen en España- y con paciencia luchar contra este parásito un día sí y el siguiente también. ¿Qué en un mes vamos a conseguir extirparlo? Claro que no. ¿Y en un año? ¡Tampoco! Lo mismo que la formación de una perla de gran valor, este asunto toma años… Pero aquí está precisamente el rin donde luchamos por ser cada vez mejores personas.
Un sacerdote mexicano contaba que un día llegó a su confesionario una señora diciendo: “Padre aquí estoy. Soy la misma con los mismos” La misma de siempre, con los mismos errores de siempre. Creo que muchos podemos repetir exacta esta frase. ¡Y menos mal! Pues sería un verdadero dolor de cabeza que cada semana o cada mes tuviéramos que empezar de cero, intentando descubrir dónde está mi lucha, porque al poco tiempo todo cambia. Ya el partido no está en esta cancha ni en este juego que voy comenzando a comprender, sino que me cambian las reglas, el juego y hasta el sitio de combate.
Por último, debo decir que de algún modo ha de llenarnos de alegría descubrir que nos falta fortaleza, orden, espíritu de compromiso o de servicio, inteligencia, medios; porque es justo ahí, al borde de nuestras limitaciones, cuando Dios acude a nuestro encuentro y suple –con creces- todas nuestras falencias. Esto es algo que he experimentando una y otra vez en las más diversas contradicciones y problemas que he tenido; cuando ya no hay nada más que hacer, Dios sale a nuestro encuentro. San Josemaría solía decir que el cristiano es como aquel soldado que lucha sabiendo que la batalla ya está ganada… La lucha no nos la quita nadie, pero Dios es capaz de hacer poesía con los instrumentos menos adecuados.
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