Quién no ha experimentado un amor sincero, profundo, desinteresado, que no se mide, que lo da todo sin esperar nada a cambio, no sabe entonces lo que es el amor. Y quien no sabe lo que es el amor verdadero, no sabrá jamás amar. Porque para amar a otro, necesitamos primero sabernos amados.
Uno de los grandes regalos que Dios me ha dado es el amor de mis padres; un verdadero tesoro por el que ¡doy gracias al cielo todos los días de mi vida! Total, absoluto; incondicional, así fue su amor desde el primer minuto en que llegué a este mundo. Me esperaban con una ilusión loca y hasta tengo un poema que mi padre escribió semanas antes de mi nacimiento, que solo habla de las ganas de tenerme ya entre sus brazos. Y cuando llegué a sus vidas con semejante sorpresa, dieron hasta lo que no tenían por salvar mi vida. Desde pedir prestada una fe más grande, esa fe capaz de mover montañas, acudiendo a todo el que conocían para implorar que rezaran por mí; hasta pedir un préstamo económico para lograr llevarme a Estados Unidos y que médicos especializados nos guiaran en el camino.
A partir de ese momento su historia -y la mía- fue un entretejido de médicos, tratamientos, pastillas, cirugías y hospitalizaciones; que se hilvanaba a la vez con días de fiesta, de risas, aventuras familiares, paseos, estudio, tareas, responsabilidades, arte, música y sueños. Lo que los padres son capaces de hacer por la felicidad de sus hijos no lo podemos llegar a soñar. Pienso que solo en el cielo nos daremos cuenta de todos los sacrificios que han sido capaces de sufrir por la paz y alegría de cada uno de nosotros.
Y como la mía, conozco muchas historias similares, de padres heroicos que hacen hasta lo imposible y son capaces de dar incluso lo que no tienen, por recuperar la vida de sus hijos; por salvarlos de una enfermedad que amenaza su integridad y trae consigo unas condiciones de vida precarias. Y un hijo que se sabe querido de esa manera se convertirá luego en un hombre (una mujer) capaz de amar con esa totalidad.
Hoy nos encontramos a las puertas de celebrar la mayor historia de amor que se haya podido contar jamás. Porque “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Único Hijo para que Él que crea en el no muera” (Juan 3;16). Esta es la historia de un Padre perdidamente enamorado de sus hijos, que es capaz de entregar todo lo que tiene, y lo Único que le es esencialmente suyo, para rescatar la vida de todos y cada uno de sus hijos.
Cristo vino a pagar una deuda que no tenía, porque a nosotros nos era imposible pagar la altísima suma que debíamos.
Cada uno de nosotros puede decir sin temor a equivocarse que “Cristo murió y se entregó por mí”. Y no de cualquier modo, sino de una forma estudiada, pensada hasta el mínimo detalle, anunciada y profetizada cientos de miles de años antes de que llegara al mundo.
Con mi imaginación de escritora puedo ver perfectamente a un Padre desgarrándose en lágrimas al ver que sus hijos pequeños se han perdido, han caído al abismo; y pensando, planificando: ¿Qué voy a hacer para sacarlos de esta situación en la que ellos mismos se han metido? ¿Qué puedo hacer para que vean con sus propios ojos cuánto los amo, cuánto los quiero a mi lado? Y siendo el dueño de toda la creación, de todo el mundo visible que conocemos y el mundo invisible que aún no sospechamos, eligió lo que más amaba, lo único que le era indispensable para existir: Su propio Hijo.
Tradición en Semana Santa
Durante la Semana Santa, con Adrián tenemos la tradición de ver la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson. Realmente es una película muy dura de ver, pero a nosotros nos ayuda a comprender la profundidad del amor de Cristo, que no se reserva nada –ni la última gota de su sangre- para salvarnos, para ganarnos y llevarnos al cielo.
Cuando esta película salió a las taquillas en el 2004 tuvo muchas críticas por la “violencia tan explícita que reflejaba el odio de los judíos” . Pero en una entrevista para la televisión, Jim Caviezel dio una de las mejores explicaciones de la pasión y muerte de Jesús que he podido escuchar. “Al ver la forma tan sangrienta y cruel que sufre Cristo desde que es condenado, la gente aparta la mirada. No queremos ver esto porque lo que estamos viendo es la dura realidad de nuestros propios pecados, y nos horroriza ver de frente todas nuestras miserias, todos nuestros errores”.
«Sufrió todo lo que pudo —¡y por ser Dios, podía tanto!— (narra San Josemaría en la XII estación de su libro El Vía Crucis) Pero amaba más de lo que padecía… Y después de muerto, consintió que una lanza abriera otra llaga, para que tú y yo encontrásemos refugio junto a su Corazón amabilísimo”. Este es Jesús, que no viene a condenar a nadie, sino a tendernos la mano, a abrirnos la puerta y esperar con paciencia a que aceptemos su invitación.
Quien no se sepa o se sienta amado, le bastará mirar un crucifijo para darse cuenta todo lo que Dios está dispuesto a hacer por él; todo lo que está dispuesto a dar, a sufrir y entregar, con tal de ganarle. ¡Este sí que es el verdadero amor! El amor que busca única y exclusivamente la felicidad del otro. Y cuando se encuentra un amor como este solo caben dos respuestas: Entregar el corazón por completo o dar la vuelta.
Quiero terminar este post de hoy con un soneto escrito por Santa Teresa de Ávila, que describe la forma tan sublime con la que yo algún día quisiera llegar a amar.
Soneto escrito por Santa Teresa de Ávila
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Bellísimo,sublime.
Belloooooo!! Gracias
Buen artículo… gracias
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Belloooooo!! Gracias
Bellísimo,sublime.