TE ENCUENTRAS CON JESÚS
Te animo, a ti que lees, a meter la imaginación en estos 10 minutos con Jesús. Tal vez supondrán un trago amargo, pero no busco hacer pasar un mal rato a nadie, sino suscitar propósitos de conversión.
Te mueres… Una vez muerto se cierra la puerta de la vida -de esta vida temporal- a tus espaldas, y te encuentras en una habitación donde hay tres puertas. Pero entre ellas y tú: está Jesús.
Te lo encuentras sentado, con la cabeza un poco inclinada hacia abajo, caen lágrimas de sus ojos purísimos, se nota que algo le duele, le pesa (es dolor de corazón).
Y Jesús levanta la mirada hacia ti: nunca nadie te ha mirado con tanto cariño. Pero hay algo en esa mirada… Te recuerda a las miradas de despedida que has vivido en la Tierra.
¿PORQUE LLORA JESÚS?
Tienes esa intuición interior, pero no terminas de querer aceptarlo. Y le preguntas: ¿Jesús, porque lloras…? Y te responde: Porque tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber. Era peregrino y no me acogiste; estaba desnudo y no me vestiste, enfermo y en la cárcel y no me visitaste.
Te buscaba y no te dejabas encontrar, te hablaba y no me querías escuchar, te esperaba en el Sagrario y no me visitabas. Te prestaba mil favores y me ignorabas, te sugería temas de conversación y no hablabas, no me abrías el alma, no te me dabas a conocer: ¡No te conozco!
Sus palabras penetran, como trallazos en tu alma. Y le dices, ya con voz temblorosa: Señor, ábreme esa puerta (señalando la que sabes que es el Cielo).
Y te responde: No sé quién eres, no pueden entrar desconocidos en mi casa…
ME HABLA CON PESAR
Entonces empezarás a decir: he comido y he bebido Contigo (hice la Primera Comunión y la Confirmación). Rezaba, bueno… de vez en cuando. Y has enseñado en mis plazas -en las clases de religión en el colegio, en esas homilías-, en las que, es cierto, a veces me distraía o no me importaban, pero allí estaba.
Y te dirá: No sé de dónde eres. Apártate de Mí, tú que has obrado la iniquidad… Pero Jesús no habla airado ni enojado… habla con pesar.
No por nada decía santa Margarita María de Alacoque:
“Mira este Corazón que ha amado tanto a los hombres y que no ha omitido nada hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor; y en reconocimiento, Yo no recibo de la mayor parte sino ingratitudes por sus irreverencias y sacrilegios y por las frialdades y desprecios que tienen hacia Mi” (Cf).
UNA COSTUMBRE QUE NOS PESARÁ
Lo duro es que nos daremos cuenta de que es cierto. Y se alzarán los pecados. Y el peso de la vida, de la mala vida, será demasiado. Tan pesado que, como el alma condenada se ha acostumbrado tanto a decirle que NO a Jesús aquí en la Tierra, será incapaz de decirle que sí en la vida venidera.
Será como quien busca, en su memoria, una palabra, un nombre, que no recuerda. Y no es que no podamos (cierto que no se podría), pero es que no queramos entrar en el Cielo, ni en el Purgatorio… Solo nos quedará aquella puerta.
Dante Alighieri en La divina Comedia, pone unas palabras sobre el dintel de esa puerta:
“Los ojos de tu alma se cruzarán con trozos de aquel texto que dice: Por mi se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada; (…) ¡Oh vosotros los que entráis, dejad fuera toda esperanza! (Cf).
SE ELIGE LIBREMENTE
Y la cruzaremos con un gran pesar. Sabiendo que se cierra eternamente…
No es una leyenda, ni una invención para causar un terror psicológico que te lleve a portarte bien, no es un cuento. El demonio existe. El infierno existe y se elige libremente; libremente a lo largo de toda una vida.
Jesús lo menciona y describe:
“Y os dirá: -No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad-. Allí habrá llanto y rechinar de dientes cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera” (Lc 13, 27-28).
EXPERIMENTAR EL INFIERNO
Ha habido personas muy santas a las que Dios por una gracia, que seguro ninguno de nosotros le gustaría recibir, les ha permitido experimentar el Infierno.
Dice santa Teresa:
“Sentí un fuego en el alma que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales son tan insoportables, que yo (…), aseguro que ninguno se puede comparar a lo que allí sentí, sabiendo además que aquello era sin fin (…)
Y esto no es nada en comparación del agonizar del alma, una opresión, una asfixia, una tristeza tan inmensa (…)” (Cf).
Pero, asegura otra alma santa con una experiencia parecida: “Pero lo que no tiene comparación con ningún otro tormento es la angustia que siente el alma viéndose apartada de Dios”.
Y es que, como explicaba Ronald Knox (sacerdote anglicano converso al catolicismo):
“Imaginemos un clavo pequeño a poca distancia de un gran imán; pero separados por un trozo de madera. El clavo soy yo, el imán es Dios y la madera que frena la atracción irrefrenable es la condición de vida en esta tierra… Pero resulta que cuando morimos, ¡quitan la madera! ¡El alma solo quiere salir disparada al encuentro con Jesús! (Cf).
EL DEMONIO: UN BUEN VENDEDOR
El infierno existe, y el demonio existe. Éste es un gran vendedor, pero desgraciado y estafador. Nos ofrece lo que no puede dar. No por nada, Tú Jesús, le llamas el padre de la mentira. Allí quedará de manifiesto la grandeza del engaño.
“El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad” (Camino p.708).
“Jesús: ¡Que no me deje engañar! ¡Que te elija a ti!”.
NUNCA MÁS ALEJARME DE JESÚS
El infierno no es un tema que nos guste, -yo pensé: qué mala suerte, me tocó el infierno…- pero es una realidad. Y no podemos vivir de espaldas a la realidad.
Yo te invito a sacar propósitos: ¡Horror al pecado! Buscar a Cristo, encontrar a Cristo. Amar a Cristo. Amar a Jesús. Amor al encuentro con Él a través de los Sacramentos -especialmente la confesión y la Eucaristía-.
Ir al encuentro con Él en las miles de circunstancias ordinarias de cada día, para así, ya nunca separarnos de Él.
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