EL CIELO
Creo que todos nos lo hemos preguntado alguna vez: ¿Cómo será el cielo? ¿Qué nos espera allí? Y luego surgen otras preguntas tipo: ¿cómo hago para alcanzarlo? No está de más también preguntarnos ¿quiero alcanzarlo?
Tú, Jesús, nos hablas del reino de los cielos. Que es la meta, el destino final en el que nos aguardas con ilusión, pero también es el día a día. Esa invitación tuya a través de la gracia y nuestra respuesta que no es más que correspondencia.
Por eso: ¡cómo te agradezco tus parábolas! Y cómo -tengo que aceptarlo- a veces me hacen pensar en que en muchas ocasiones puedo soñar con el cielo pero parece (al menos por mis acciones o mis reacciones) que no quiero ir allí…
Hoy te escucho:
“El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo”
(Mt 22, 2).
ES MI PADRE
Que te pueda llamar Padre y que me consideres tu hijo es “mindblowing” (como dicen en inglés), me hace estallar la cabeza y el corazón. Y es que un padre es alguien a quien le importas más que nada. Para un padre, su hijo es la cosa que más quiere, aquello por lo que más pelea… Es la razón, muchas veces, de porqué se levanta cada mañana para ir a trabajar cuando el cuerpo le está pidiendo un parón…
¡Pues resulta que Tú, eres mi Padre, y yo soy tu hijo! Y mi Padre Dios se llena de ilusión por ver el cielo repleto de todas las mujeres y de todos los hombres, se muere de ganas porque estemos tú y yo con Él…
Nos pasa (me pasa), muchas veces, que parece que esta realidad no me entra en la cabeza. Ando tan despistado con mis tonterías, con mis miserias, con mis egoísmos…, con mis pecados, que vivo como sin creerme que yo a Dios le importo… ¡Pero Dios me ama más que el mejor padre, a mí! No a todos en general… ¡A mí!
ESE HIJO SOY YO
Jesús, saber que no soy uno más del montón…, saber que soy tu hijo y que estás deseando que participe de ese banquete que es el cielo y de una eternidad feliz junto a Ti, debería ser suficiente como para dejar ya tanta tontería en mi vida, para abandonar todas esas caídas, esa lentitud con las cosas de Dios. Ese hacer la oración solo si tengo ganas, o ese luchar por temporadas, o ese buscar mi capricho y mi comodidad a como dé lugar…
Jesús, sólo te pido que me ablandes el corazón para que viva de acuerdo con la realidad de saber que Dios es realmente un padre al que se le cae la baba por su hijo… ¡y ese hijo soy yo!
Pero esto se nos olvida. Porque Tú, Señor, sigues diciendo que aquel buen padre mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir.
Jesús, cuesta decirlo en voz alta, pero yo soy muchas veces uno de esos que no quisieron ir… A veces, aceptémoslo, no queremos ir al cielo; o, al menos, así lo parece por nuestra forma de comportarnos. Tú, Señor, deseas que yo me acerque con más frecuencia a la santa Misa pero mi respuesta, muchas veces, es «no quiero”.
TÚ NOS INVITAS
Tú quieres que yo viva limpiamente, que trabaje bien y de verdad, que sea mortificado en las comidas, que controle mi imaginación y mi curiosidad en tantas cosas, que ayude a mis amigos… pero yo, muchas veces, «no quiero»… Me pasa como a estas personas que Tú invitas y te dicen que no…
Por todo esto, por todo lo que recuerdo y también por lo que no recuerdo pero que allí ha estado, te pido perdón… Perdón por tanta comodidad, por tanta soberbia, por tanto ir a lo mío… y ayúdame a que de verdad, cada mañana cuando me levante, mi única ilusión sea amarte más ese día…, que sea no decirte nunca que no a una petición tuya.
¡Qué bueno es saber que Dios nunca tira la toalla! Porque sigue la parábola:
“Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Vengan a la boda.” Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos”
(Mt 22, 4-6).
Está clarísimo el interés de este rey en que esté lleno el banquete de la boda de su hijo. Y pienso que ese banquete puede ser el cielo, o la santa Misa o la amistad con Dios… Y entonces es cuando comprendo que ese Dios que me ama con locura lo que más desea es que sus hijos sean felices, que no desperdicien su vida con tonterías.
VIDA DE AMISTAD
Pero cuando Dios nos propone una vida de amistad con Él (que eso es el banquete) lo que escucha son excusas baratas: los invitados no hicieron caso y rechazaron la invitación… O sea, que la respuesta es como decirle: “búscame otro día”. En el fondo desean hacer otras cosas…
Y esto es así de real. Yo me excuso con mil cosas para al final hacer cualquier otra cosa, y tú, que me escuchas, seguro que también… Las personas somos expertas en excusarnos, en buscar mil argumentos para hacer solo lo que nos apetece y no lo que Tú quieres que hagamos Señor.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es excusarnos y que además nos dé igual. Porque lo malo de verdad es cuando a mí pecar me da igual, cuando no me importa estar de malas contigo, Señor…
SIN EXCUSAS
Cuando decirle a Dios que no se vuelve algo continuo, constante, al final uno se acaba acostumbrando… Y perderle el respeto al pecado es la peor de las enfermedades que puede tener cualquier cristiano… Yo, el primero. Por eso, Señor, por favor, aleja las excusas de mi vida. Que no sea como un niño con excusas para todo. Que asuma mis errores. Porque cuando uno se excusa, resulta imposible mejorar…
Basta de excusas, porque Dios sigue insistiendo:
“Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Vayan ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encuentren, invítenlos a la boda.”
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”
(Mt 22, 8-11).
PERDÓN Y AYÚDAME
Pues Señor, todo esto me ayuda a pensar de nuevo que ese banquete es el cielo, la vida de amistad contigo… Y Tú nos llamas a todos, pero no todos somos dignos… Y eso lo veo cuando voy a la confesión sin mucho dolor por las cosas que he hecho mal, o no me importa mi poco empeño porque seas lo primero en mi vida, o sea que me pides que tenga un corazón limpio pero luego lo mancho con porquerías y pienso que tampoco es para tanto.
En fin, Señor, que muchas veces soy un descarado y un aprovechado. Y te pido perdón por eso, te pido perdón por ser tan desagradecido y por no valorar lo mucho que haces por mí, aunque no lo merezca ni de broma.
Y hoy en este rato de oración te digo: ¡quiero ir al banquete!, ¡quiero ir al cielo! ¡Tengo fe, pero ayuda mi incredulidad! Dame, pégame, esa ilusión por el banquete que han tenido los santos. Porque eso ha sido muchas veces la fuente de la que ha brotado su respuesta generosa.
SENCILLEZ Y GRANDEZA
Pensaba en unas palabras que escribió santa Teresa del Niño Jesús que me encantan. Decía:
“Me he formado del cielo una idea tan elevada que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme. Mi esperanza es tan grande y es para mí motivo de tanta alegría -no por el sentimiento, sino por la fe-, que necesitaré algo que supere todo pensamiento para saciarme plenamente.
Preferiría vivir en eterna esperanza a sentirme decepcionada. En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que Él no se dé cuenta.
Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles… Además, con solo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz”
(Santa Teresa del Niño Jesús, Novísima verba).
¡Qué sencillez y qué grandeza la de esta santa!
Díselo: “también yo Jesús, por eso quiero ir al cielo. Y alegrarme contigo y con tu Madre”.