LOS MANDAMIENTOS DEL SEÑOR
Un día se acercó a Jesús uno de los escribas preguntándole cuál era el primer mandamiento de la ley y Jesús respondió citando las palabras de la Sagrada Escritura:
“Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, uno solo es del Señor. Amarás al Señor Tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.” ( Dt 6, 4-5),
que hemos oído e hizo de ellas el primero de los mandamientos.
Pero Jesús añadió de inmediato que hay un segundo mandamiento semejante a éste, y es:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
(Mt 22, 39)
Y para cerrar todo dijo:
“…de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.”
(Mt 22, 40)
“Señor te pedimos que, durante esta oración, nos abras un poco la cabeza para entender qué querías decirle a este escriba que te hizo esa pregunta, para que nosotros nos nutramos de eso que es lo principal, lo más grande.”
Y para comprender el sentido de la pregunta del escriba y de la respuesta de Jesús, es necesario tener en cuenta algo. En el judaísmo del tiempo de Jesús había dos tendencias opuestas.
Por un lado, estaba la tendencia a multiplicar sin fin los mandamientos y los preceptos de la Ley: previendo normas, obligaciones para cada mínimo detalle de la vida. Por otro, se advertía la necesidad opuesta de descubrir, por debajo de todo ese cúmulo asfixiante de normas, las cosas que verdaderamente cuentan para Dios, el alma de todos los mandamientos.
¿QUÉ ES LO MÁS IMPORTANTE?
El interrogante del escriba -esa pregunta hecha a bocajarro- y la respuesta de Jesús -tan precisa- nos introducen en esta línea de búsqueda de lo esencial de la ley, para no dispersarse entre miles de preceptos secundarios.
Es justamente esta elección de método la que nos debería servir para todas las elecciones que hacemos en nuestra vida: ¿qué es lo más importante?, ¿qué es lo que está en el meollo del asunto? Así nos evitaríamos también tantas tonterías… No dispersarse entre miles de preceptos secundarios.
Es justamente esta elección de método la que tenemos que intentar tener siempre clara, hay cosas en la vida que son importantes, pero no urgentes, en el sentido de que si no las haces aparentemente no pasa nada; y viceversa, hay cosas que son urgentes, pero no importantes.
Nuestro riesgo es sacrificar sistemáticamente las cosas importantes para correr detrás de las urgentes, que frecuentemente son secundarias.
Los cristianos debemos experimentar de manera muy concreta esa comunión de los santos, ese vínculo misterioso que une a todos los bautizados, en la oración silenciosa y en el cara a cara con Dios.
Si pensamos, por ejemplo, en nuestra vida: ¿cómo tratas a la gente que está a tu alrededor? Lo urgente podría ser que se tiene que sacar este sitio adelante y por eso grito y por eso hago que la gente corra… pero tal vez no es lo más importante. Lo más importante es la gente en sí, no es la eficacia de que el trabajo se haga, sino la manera en la que tratas a la gente, en la que les demuestras que estás no por encima.
AMAR A LOS DEMÁS
¿Cuántas veces tratamos mal a las personas que trabajan con nosotros, a las personas que dependen de nosotros, porque nos parece que no se hacen las cosas bien o queremos que se hagan más rápido o porque nos parece que estamos por encima?
Es importante redescubrir cuan preciosa puede ser esta costumbre de leer la palabra de Dios, de darnos cuenta de lo que el Señor quiere: que amemos a los demás, como a nosotros mismos. Que valoremos a los demás, que sepamos llevarlos, por supuesto a exigirles y ayudarles a ser virtuosos; pero no en base a gritos, fórmulas desagradables o ironías, que lo único que hacen es complicar cada vez más la relación con todos.
Hay que luchar por darnos cuenta de que los demás necesitan de nuestra alegría, de nuestra paz o que vean nuestra lucha por controlar nuestro mal carácter. Porque si se nos ha salido, luego pedimos perdón; que intentamos rectificar, pero que claro no mostramos esa hiel del desaliento o esa frustración que nos hace mostrarnos duros, implacables o juzgadores de los demás.
Amar a los demás es ayudarles a crecer, es darse cuenta del amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas. Justamente por ese amor nosotros nos esforzamos por amar más a nuestros semejantes. ¿Cuánto les quiere Dios Padre a cada uno de ellos? Pues de forma infinita y de la misma manera, nosotros nos esforzamos por quererles a los demás así.
Es algo que tal vez no lo tenemos tanto en cuenta, pero mira a la gente que trabaja contigo, regresa a ver a esas personas que están en la calle vendiendo cosas para subsistir, a un mesero en un restaurante, gente que nos atiende en el banco o tantas interacciones que tenemos con otras personas que no conocemos y que a ellas también tenemos que hacerles sentir que son importantes.
DELICADEZA EN EL TRATO
No porque somos bien educados -una cosa de la buena educación claramente es tratar bien a los demás-, el que es maleducado trata con desapego o con inclusive violencia, exige las cosas, las hace de mala gana; pero en cambio los educados saben que es preferible pasarlo uno mal que hacer pasar mal a los demás. Esto no es que estamos hablando de situaciones de justicia. No, no. No es que viene el ladrón y te está robando…
Aunque alguna vez sí escuché, me acuerdo ahora, perdón, pero me viene a la cabeza, de un chico que estaba en el Parque de la Carolina, aquí en Quito, y se le acercó alguien con un cuchillo y le robo y él le dijo: -Te lo voy a dar todo, no te preocupes. Se sacó el reloj, se sacó la billetera… Dijo: -Por favor, déjame los documentos porque es difícil ahora sacarlos.
El ladrón se compadeció de éste por lo bien que estaba trabajando el asunto; y entonces, le dio todo. Después el chico se dio cuenta que no tenía para volver en el bus y le dijo: -Oye, déjame una monedita para irme en el bus. Y el ladrón le dio una monedita.
Bueno, ese es el robo más simpático que he escuchado, robo a la final, pero hasta en esas circunstancias extremas y durísimas, mantener esa delicadeza de trato con los demás hace que todas las cosas vayan con más smooth.
“Señor Jesús, Tú que nos escuchas ayúdanos a tener esa delicadeza de trato, que se manifieste el amor que te tenemos, en el amor con el que tratamos al prójimo.” Nadie puede decir que ama a Dios al que no ve, si no ama a su prójimo al que sí ve.
BENEDICTO XVI
Eso implica que aprendamos también a perdonar, que no llevemos cuentas de las cosas que nos han hecho mal, que no alberguemos en nuestro corazón rencores, que nos hacen comportarnos de forma, a veces, hasta violenta o una forma peor, que es una forma en la que mientras no me crucé con él… mientras no haga nada con él… Eso le debe doler mucho al Señor.
También darse cuenta de que Dios quiere para nosotros que seamos sus brazos sobre la tierra. Que no le demos iras a la gente o despecho.
“Hay una interacción necesaria entre amor a Dios y amor al prójimo”,
decía Benedicto XVI;
“Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, jamás puedo ver en el otro más que el otro y no consigo considerar en él una imagen divina.
En cambio, si en mi vida descuido completamente la atención al otro, deseando solamente ser “piadoso” o cumplir con mis deberes religiosos, entonces mi relación con Dios se seca. Cuando es así, esta relación es solamente correcta, pero sin amor.
Tan solo mi disponibilidad de ir al encuentro del prójimo, a testimoniar de mi amor, me hace también sensible ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a ese Dios hecho para mí y según su propia manera de amarme.”
(Encíclica «Deus caritas est», § 18 «Todo… depende de estos dos mandamientos»)
Amor a Dios, amor al prójimo, sólo amando al prójimo amaremos a Dios.
Vamos a poner estas intenciones en manos de nuestra Madre, la Virgen. Cómo amo María a los que estaban a su alrededor, ¡increíble! Eso es lo que le pedimos: que también sepamos nosotros querer a todos los que están alrededor nuestro.