Un homenaje a Benedicto XVI, que nos invita a dar un giro profundo a nuestra vida cristiana: “No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús”
Es decir, entendámoslo, se trata de enamorarnos de una persona. No nos es posible enamorarnos de un código moral, aunque sea tan perfecto como el Decálogo. Tampoco de una fuerza indeterminada, aunque se trate de una fuerza benéfica.
El cristianismo no es una concepción del mundo, y ni siquiera una regla de vida; es la historia de un amor que recomienza en cada alma. Para nosotros, fascinados por la belleza que brota de un Rostro entrevisto en la oración contemplativa, la verdad no es una idea a la que hay que servir, sino una persona a la que hay que amar.
Como un espectáculo
Sirve recurrir a la analogía de los actores de cine o teatro que aparecen en el mundo del espectáculo; se preparan para su interpretación metiéndose en su papel, no solo estudian las costumbres de la época, los modos de decir, los vestuarios, la geografía y la gastronomía, sino que se “posesionan” de la misma personalidad del héroe que van a representar.
Dios nos encarga un papel en este teatro del mundo: el de hijos suyos, invadidos por el Espíritu Santo para ser formados en Cristo, según la expresión de Gálatas (4, 19). Es un papel importante, y lo que premie la Academia es la mejor o peor manera de representar al personaje.
La diferencia entre el teatro del mundo y el del Cielo es que en el primero el papel no transforma de hecho al actor; en el segundo, sí. Cuando concluye la filmación de la película, el actor tiene que volver a ser de nuevo él mismo. ¡Pero el papel de hijos de Dios nos hace realmente ser Aquel a quien representamos, es decir, otro Cristo, el mismo Cristo: somos Jesús!
Un plan de vida, actos de piedad, durante el día, semana, mes, etc. es el camino donde somos los actores en el “teatro” de la vida ordinaria. Justamente consiste en conocer más a Jesús a través de distintas normas de piedad. Y es que en cada una nos espera el Señor: Rosario, Misa, Oración, Lectura espiritual, etc.
Cada una es un momento de encuentro personal, de descubrimiento. En definitiva, son oportunidades de enamorarnos de Jesús, tal como lo hizo Benedicto XVI.