El único santo que no requiere más identificación que su propio nombre es José. Todos los cristianos sabemos que es el hombre a quien Dios invitó a cumplir la tarea de ser padre de Jesús en la tierra.
Una misión única y maravillosa de la que aparentemente sabemos poco porque los evangelios nos dan la mínima información. Sin embargo, al mismo tiempo, sabemos mucho por los frutos de su labor paterna, según se lee en el evangelio: Por sus frutos los conocerán.
No era fácil estar a la altura del resto de la Sagrada Familia y san José no desentonó. Su santidad sigue dando fuerza y consuelo a todos los cristianos que queremos amar a Dios.
La Sagrada Escritura nos dice que José era descendiente del rey David, hijo de Helí y vivía en Nazaret. No sabemos nada de su aspecto ni lo sabremos en esta tierra, no nos ha quedado una pintura, una foto o un video. Nada. Quizá para que cada uno lo imagine como le parezca hasta que lo encontremos en el cielo, donde seguro superará las expectativas de nuestra pobre imaginación. En todo caso, lo más importante no es su fisonomía sino su amor paterno. ¡De eso sí podemos decir mucho!
Al pensar en José imagino a un niño israelita alegre y simpático, que se esforzaba por aprender lo que le enseñaban sus padres y que rezaba al Dios altísimo. Rodeado de amigos, jugaba con ellos como uno más, le gustaba ganar, pero aceptaba las derrotas procurando no enojarse. De carácter fuerte y decidido, aprendió a dominarlo para hacer el bien, aunque le haya costado un buen trabajo. José era como cualquier niño, con virtudes y defectos que fue superando gracias a su amor.
Desde joven se interesó por las Escrituras –destacaba entre sus compañeros por el cultivo de su interioridad– y comenzó a meditar la ley de Dios. Como leía con profundidad y tenía el alma bien dispuesta, las enseñanzas divinas calaban hondo en su corazón.
Comprendía que la vida no tenía otro sentido que amar al Altísimo y hacer el bien a los demás. Esperaba con ansia la llegada del Mesías y no veía las antiguas profecías desde un punto de vista humano –como si se tratara solo de la liberación de un poder opresor–, sino que descubría en ellas una futura y nueva alianza de Dios con la humanidad. Mucho más no sabía, pero confiaba en el Todopoderoso.
Al crecer pensaba casarse para formar una gran familia –como la de los patriarcas, soñaba él– con la mujer que el Omnipotente le tenía reservada.
Conocía a muchachas hermosas y fieles al Altísimo, pero su ánimo le decía que ninguna de sus amigas era la escogida. Algo en su interior lo invitaba a esperar. No sabía explicar bien la razón, y aunque muchos parientes le instaban a comprometerse y otras tantas madres soñaban con que aceptara a alguna hija suya, él guardaba un discreto silencio.
Se concentró en su trabajo. Aún sabiendo que su origen e inteligencia le habrían permitido acudir a escuelas rabínicas, era realista, su familia no era rica y necesitaba dinero para subsistir. Por eso orientó sus capacidades a labores manuales. Se le daban bien, a pesar de haber requerido un atento adiestramiento, porque no era tan coordinado de movimientos como le hubiera gustado. Se consolaba pensando que también podía dar gloria al Altísimo con sus limitaciones: Dios miraba más el amor con el que realizaba el trabajo que el resultado.
Aún así, su taller de artesano ganó fama rápidamente por lo bien que acababa sus obras. José sabía el motivo: su labor estaba ofrecida a Dios.
Un buen día apareció por su taller una muchacha sencilla y hermosa. La había visto alguna vez, pero no la había tomado en cuenta por demasiado niña, le llevaba cinco o seis años. Ahora había crecido. Acompañaba a su madre llamada Ana que venía a retirar unos muebles. José no era tímido con las mujeres, pero con esa joven sí.
–Hola, me llamo María –le dijo ella.
Él le sonrió.
Antes de que se fueran pidió a Ana si podía visitar a su hija más adelante. Ella lo miró fijamente a los ojos y le respondió que le parecía digno de su hija, pero antes debía preguntar a Joaquín, su marido.
Pronto le llegó la respuesta y José pudo visitar a María varias veces.
Al cumplirse el tiempo oportuno y después de meditar ante el Altísimo, le propuso matrimonio. Le parecía que su vida –y toda vida, en realidad– tenía un sentido a los ojos de Dios. Consideraba que cada uno debía realizar una misión en la tierra, y estaba seguro de que se descubría en el tiempo y duraba para la eternidad. No solo los patriarcas, los reyes, los jueces y los profetas de su pueblo elegido tenían una misión, sino también cada israelita por humilde que fuera, como él, como esa simpática y virtuosa muchacha que había conocido y amaba con locura.
María aceptó alegre la propuesta de José para casarse, pero le explicó su promesa: el Altísimo le había pedido que se mantuviera virgen, y ella, aunque no supiera bien la razón de ese requerimiento, amaba a Dios y le había respondido afirmativamente.
José aceptó sin comprender del todo la promesa de su futura esposa, pero sabiendo que el Altísimo solo podía querer bondades para los dos. Le había hecho encontrar a María, lo que consideraba un magnífico regalo, aunque se le privara de la posibilidad ser padre. Sufría, pero estaba dispuesto. Entendía que Dios le pedía que la protegiera y la cuidara para que ella pudiera cumplir su misión; así, de paso, él consumaría la suya.
El día que celebraron el casamiento se sintió feliz y María le agradeció su ofrenda. Le dijo que lo querría como la Virgen que mejor sabía amar, y eso le pareció suficiente.
José dormía bien, pero soñaba mucho, incluso a veces despertaba sobresaltado por sus sueños. Cuando María le explicó que estaba embarazada, pero no podía revelar más de su secreto, él calló, pero tuvo varias pesadillas. “¿Por qué no me lo puede decir a mí, que soy quien más la quiere, el hombre que siempre le ha sido fiel?”, se preguntaba.
Sufrió mucho. Dudó si se trataba de una broma de mal gusto, pero el vientre de su esposa se veía ya crecido. Estaba seguro de que María no podía haber traicionado su promesa –amaba mucho al Altísimo–, pero ¿de qué otra manera podía explicarse que estuviera de buena esperanza? “Mi Dios sabe más –se repetía–, pero tendré que repudiarla en secreto”. No quería exponerla a infamia y era evidente para todos que iba a ser madre.
La angustia le hizo tener más noches de malos sueños. Le rebelaba que un hijo de María no fuera el fruto de su amor por ella. Y cada día al despertar se decía que no debía hacer caso a su inconsciente.
Se abandonó en manos del Altísimo.
Una noche un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Se despertó alegre.
Sonrió a María apenas la encontró y reconoció en el gesto de su esposa la alegría de comprender que también a él le había sido revelado el secreto.
José advirtió que había llegado el momento de acoger la misión para la que había nacido y que su vocación estaba entrelazada con la de su esposa: sería el padre del Mesías.
El carpintero de Nazaret no volvió a tener pesadillas. Siempre hizo lo que el Ángel le decía en sueños. Fue padre, compañero y protector de Jesús y de María. Y de cada mujer y cada hombre de este mundo.
Sí, su familia fue grande, ¡más grande que la de los patriarcas!
El resto –Belén, Nazaret y su taller, Egipto, el hogar de esa Sagrada Familia– lo sabes tú tan bien como yo.
Pero san José se sentirá alegre y orgulloso de saber cómo te lo imaginas…
Te invitamos a ver este video del SEGUNDO DOMINGO DE SAN JOSÉ