Al encuentro de Dios vivo
Los apóstoles, una vez que Jesús no estuvo más con ellos, se dejaron guiar por el Espíritu Santo a partir del día de Pentecostés. Fueron fieles y llevaron a todo el mundo la Buena Nueva.
Si no hubiera sido por esta acción hoy no podríamos ir a visitar a Dios en cada uno de los sagrarios del mundo. Gracias a que los Apóstoles se pusieron en camino, hoy la Iglesia católica existe y tenemos el gozo de vivir todos los días el milagro de la Eucaristía.
Pero fue tanto lo que tuvieron que asimilar los Apóstoles. En los tres años que habían vivido y compartido con Jesús se habían ido moldeando poco a poco hasta sentirse seguros de predicar la Buena Nueva. Jesús, con paciencia, apacentó a sus ovejas para que lo siguieran. Eran personas como cada uno de nosotros, que se entregaron a una vida al lado de Jesús. Se abrieron para escucharlo y dejar que inundara sus corazones de amor.
Pero el tener que aceptar que su querido maestro moriría por la redención de nuestros pecados ya era otra cosa. Ellos pensaban que era invencible. Pero viendo la humildad de Jesús, entendieron que su grandeza residía en ser el Hijo de Dios vivo y en cumplir lo que le había pedido precisamente su Padre: entregarse para la redención de nuestros pecados, lo cual nos permitiría ganarnos el cielo.
El milagro eucarístico
Pero antes de que esto aconteciera, los Apóstoles vivieron en la Última Cena la instauración de la Eucaristía donde Jesús transforma el pan y vino en su Cuerpo y su Sangre. Les dice que siempre estaría con ellos. Dios permanecería así con nosotros como cuerpo vivo de la Iglesia.
Los Apóstoles hicieron que Cristo resucitado caminara entre nosotros al llevar el milagro eucarístico y comunicar la Buena Nueva a todo el mundo.
“Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó con nosotros en la Eucaristía”. “…Este milagro continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan”. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa.
Los Apóstoles salieron al encuentro de Dios con la certeza de que la muerte es solo del cuerpo, ya que el alma no muere jamás. Esa Buena Nueva había que comunicarla y guiados por el Espíritu Santo hoy tenemos a Dios vivo en todos los sagrarios del mundo y el milagro eucarístico ocurre cada día.
El milagro de Dios vivo entre nosotros
Cada Jueves Santo revivimos lo que fue la instauración de la Eucaristía, la transformación del pan y el vino, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. El milagro de que Dios sigue vivo entre nosotros.
Por amor y para enseñarnos a amar vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Y está allí para que lo vayamos a visitar, para conversar con Él, para ponernos en su amparo.
Pero además del Jueves Santo, tenemos la festividad del Corpus Christi en la cual celebramos que Cristo resucitado camina junto a cada uno y nos guía en el camino al cielo. Por tanto, es común que en todo el mundo se organicen procesiones durante este día en las que se acompaña a la imagen de Jesús resucitado.
San Josemaría Escrivá de Balaguer amplía esta noticia cuando nos dice: “La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y que se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario”.
Ante el Corpus Christi
Por muchos años viví alejada de Dios, sin confesarme y sin apreciar, sin agradecer el milagro que ocurre todos los días en cada una de las iglesias del mundo. Iba a misa por obligación y cuando iba no me detenía a visitar el Santísimo. Hacía una inclinación rápida ante Él, aprendida de ver a otros hacerla.
Sabía lo que ocurría, pero no lo sentía. Vivía en forma rutinaria el mayor regalo que Dios le había dado a los hombres: la posibilidad de ganarnos la vida eterna junto a Él en el cielo y que siguiera vivo entre nosotros.
Pero desde que emprendí el camino de querer estar cada vez más cerca de Dios para ganarme el cielo, veo la misa con otros ojos. Sé que allí es donde más cerca podemos estar de Dios. Ya no me distraigo cada vez que alguien entra, o un niño grita. Estoy concentrada en lo que se está viviendo en el altar. Sé que para escuchar a Dios que habla muy bajito hay que ir a visitarlo al Santísimo. Él está allí esperándonos.
Es así como ahora pienso que el reto de cada cristiano es mantenerse en amistad con Dios, en gracia con Él. En una búsqueda, en una procesión constante junto al Cuerpo de Cristo (Corpus Christi).
En mi caso, mi perseverar de cada día es quedarme cerca de Dios, no solo al decirlo sino al sentirlo. No solo es ir a visitarlo, sino recibirlo en nuestro corazón y para eso debemos estar libres de pecado. La Confesión es el camino, es la única forma de lograrlo.
Es en la Confesión constante que vamos conociendo nuestra alma. Si hacemos un examen de conciencia con frecuencia vamos descubriendo las cosas que a veces son pequeñeces que nos alejan de Él. Por eso, para estar en gracia con Él, no podemos detenernos, debemos perseverar cada día, mantenernos en camino, en procesión.
En esta Solemnidad del Corpus Christi me parece propicio meditar sobre cómo vivimos esta procesión de tener cada día a Dios vivo entre nosotros.
¿Sentimos nuestra alma en paz para ponernos frente a Él?
¿Buscamos estar en gracia a través del Sacramento de la Confesión?
¿Nos detenemos a visitarlo al ir a misa?
¿Durante la semana abrimos espacio en nuestras agendas para ir a conversar con Él y contarle nuestros problemas?
¿Somos conscientes de que Dios está en el sagrario esperándonos cada día?