La pelota de fútbol que usan los niños de mi barrio para jugar en la cancha de la urbanización no significa lo mismo, ni tiene el mismo valor que la pelota con la que el equipo de Francia jugó para ganar el Mundial del 2018. Pero si además, esta pelota la encontramos autografiada por todo el equipo, entonces estamos hablando de algo mucho más valioso. Una masa de pan en la batidora de la cocina de mi amiga es simplemente eso, una masa a punto de hornearse para el desayuno del día siguiente. Pero una masa en la cocina de Ferran Adriá, uno de los mejores chef del mundo que ha ganado la distinción culinaria máxima de 3 estrellas Michelin, puede llegar a ser algo mucho más valioso y exquisito, un verdadero majar que forma parte del menú de uno de los mejores restaurantes del mundo.
Este es un detalle que ha tenido muchísima importancia para mi desde niña, y justo por ser el mes de mayo viene a mi memoria junto a cientos de recuerdos que se repetían un día tras otro en la época del colegio. En mi familia era mi padre quien nos llevaba al colegio todas las mañanas, sin fallar una. Por unos años esto comprendía un viaje de casi una hora desde Los Ceibos hasta Samborondón donde estaba mi colegio Nuevo Mundo. Lo primero que hacíamos al salir de casa era ofrecer nuestro día. Mi papi, con mucha paciencia, nos enseñó que para que todo lo que hiciéramos en el día no quedara en saco roto, debíamos ofrecerlo al Señor, ponerlo en sus manos. Y al ofrecerlo, aunque nosotros nos olvidáramos de lo que habíamos hecho, el Señor no se olvidaría. Esto significaba para nosotros como una “cuenta de ahorros” que abríamos en las arcas del cielo, donde íbamos depositando –casi sin darnos cuenta- todas las cosas buenas que hacíamos durante el día. La oración (que rezo hasta el día de hoy) va así:
¡Oh Señora mía, oh madre mía!
Yo me ofrezco toda a vos
Y en prueba de mi filial afecto
Os consagro en este día
Mis ojos, mis oídos, mi lengua y mi corazón.
En una palabra todo mi ser.
Ya que soy toda vuestra, oh Madre de bondad
Guardadme y protegedme como cosa de posesión vuestra.
Amén.
“¡Pero esta es una oración a la Virgen!, aquí nada se ofrece a Dios”, me dicen algunos. Efectivamente, este es el quid del asunto. Si yo me propongo hacer cosas buenas, nobles, e incluso meritorias, el resultado final tendrá el valor que yo les de. Un valor siempre limitado e imperfecto, porque eso somos, seres limitados e imperfectos. Pero si las pongo en manos de la Virgen –madre de Dios y madre nuestra- entonces todo cambia. Ella es el ser más perfecto que ha existido jamás sobre la tierra, en Ella todo es perfecto y todo se perfecciona. “¿Qué le vamos a ofrecer a nuestra Madre? –le escuché decir a un sacerdote español- ¡Todo! Lo bueno y también lo malo.” Porque nuestras cosas buenas ella las mejora y les añade valor; y nuestros defectos y fracasos en sus manos se van puliendo como ese pedazo de carbón que con el tiempo termina transformado en un valiosísimo diamante.
Para terminar la historia de los viajes al colegio, les cuento que años después me enteré que la noche anterior –todas y cada una- mi papi dedicaba unos minutos a preparar el tema que nos iba a contar en el camino. Unas veces eran las noticias del día era lo que se discutía en el camino, otras la importancia de alguna virtud como la sinceridad, muchos días hablábamos de arte moderno o de impresionismo, del último libro que mi papi estaba leyendo, del rascacielos más grande del mundo y de mil cosas que nos mantenían ocupados y entretenidos. Así, de este modo tan sencillo pero eficaz, mi padre fue formando la mente y el corazón de sus cinco hijos. ¡Esto si que es amor del bueno! Amor que no nace de un día de ilusión espontanea, sino del esfuerzo para resistir el cansancio natural de un día de trabajo intenso para investigar y preparar la conversación del día siguiente.
Justamente este es el segundo ingrediente que da valor a las cosas: El amor que ponemos al hacerlas. Regresando a la masa de pan. El manjar que Ferran Adriá ofrece a sus comensales en el restaurante puede ser más exquisito y mucho más caro que el que mi querida amiga da a sus hijos para el desayuno. Pero el sistema de avalúo que utiliza Dios nada tiene que ver con nuestra escala de valores que va clasificando las cosas de acuerdo a su marca, la calidad de sus materiales, al arte y expertise de quien transforma la materia prima en producto final. Lo que más vale para Dios es el amor con que hacemos cada cosa. La paciencia en los detalles pequeños, las muestras de cariño y delicadeza. El pan de mi amiga no solo vale por su calidad, o por cuánto pueda llegar a venderlo, el Señor se fija más en el amor con el que lo pone en una bandeja, servido con una servilleta de tela, cubiertos, café recién hecho y Nutella para acompañar; todo esto puesto en la mesa con una sonrisa y un beso.
Si metemos amor en las pequeñas y grandes cosas que podemos alcanzar durante un día, y además todo lo ponemos en manos de la Virgen para que sea ella quien las presente al Señor, tendremos la victoria asegurada.