Reseña:
Hoy se conmemora en algunos países la Solemnidad de la Ascensión de Jesús a los Cielos. Durante los días que Tere escribía este post, murió Stellita, de quien publicamos el post Vivir con un discapacitado. Una oportunidad de amor. Este hecho la hizo reflexionar sobre algunos aspectos de la Ascensión de Jesús, que a la vez guardan relación con el primer escrito que publicó en este blog: La puerta al cielo.
Al organizar mis ideas para escribir sobre la Solemnidad de la Ascensión de Jesús a los cielos no podía dejar de pensar en el primer escrito.
Desde siempre he creído que la vida terrenal es una preparación para la vida celestial. Estoy convencida de que si al morir, estoy libre de pecados, iré al cielo. Y si tengo algo que limpiar, iré al purgatorio. Por eso, afirmaba que la puerta al cielo está aquí en la tierra. Lo único que tenemos que hacer es vivir procurando ser santos para así ganarnos el derecho a entrar.
Profundizando ahora en el significado de la Ascensión comprendo que con este acto Jesús hizo posible que nosotros pudiéramos aspirar a la vida eterna junto a Él en el cielo.
El catecismo de la Iglesia católica (661) nos reafirma: “Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino”.
La nube que envolvió a Jesús
Los días en que meditaba sobre este escrito murió alguien muy querido.
Stellita, la hermana más pequeña de mi esposo, que tenía síndrome de Down, en marzo 2021 pasado hablé de ella. Estuvo muy delicada y se fue desgastando día a día. Durante ese tiempo nos dio varios sustos, los cuales permitieron que pudiéramos despedirnos de ella.
¿Por qué digo esto? Porque debido a las restricciones por la pandemia teníamos más de un año de no reunirnos en familia. Sin embargo, su enfermedad propició que, tomando todas las medidas de bioseguridad, pudiéramos acompañarla todos los días. La visitabamos para rezar el Rosario, cantarle, ponerle música de la Virgen, hablarle, contarle historias y que sintiera que estábamos allí para ella.
En mi casa rezo el Rosario todos los días frente a la Virgen de Fátima. Le pedía que acompañara a Stellita, que no se sintiera sola. Que no sufriera. Que le diera fortaleza a las personas que la cuidaban, especialmente a mi cuñada Myrna y a su esposo con quien ella vivía desde hace más de veinte años.
Aprendí algo durante esos días con Stellita: que por más que nos duela hay que acompañar a los familiares y amigos que están enfermos, siempre y cuando se nos permita. Hacerlos sentir que estamos allí para ellos. Así reafirmé que la oración es lo único que puede confortarnos en estos momentos.
El día de su entierro el sacerdote explicó el significado del incienso que envolvió la urna donde reposan sus cenizas. Nos dijo que era una nube blanca, como esa que envolvió a Jesús frente a los discípulos el día de su Ascensión al Cielo. El incienso era la invitación para que Stellita entrara a la presencia de Dios y a gozar la vida eterna junto a Él en el cielo.
Reflexionando sobre ese momento pensé que si bien Stellita era un alma pura que seguro llegó sin ninguna escala al cielo, todos los que todavía caminamos en esta vida terrenal tenemos la oportunidad de aspirar a la vida eterna gracias a que Jesús nos abrió las puertas del cielo. Y no solo nos abrió las puertas, sino que Él nos empuja a llegar al cielo. Una y otra vez nos llama a su presencia. No se cansa de esperarnos.
Por eso pienso que debemos mirar con mayor insistencia el cielo cuando está coronado de nubes blancas y preguntarnos:
¿Qué cosas podemos cambiar para que una nube blanca nos envuelva antes de entrar en el cielo de la vida eterna junto a Dios?
¿Cómo podemos llegar sin ninguna escala al cielo?
¿Cómo podemos vivir para merecer estar junto a Jesús en el cielo?
El legado de amor que nos dejó Jesús
En una de las meditaciones de los 10 minutos con Jesús, el sacerdote explicaba que tras cuarenta días de apariciones después de su resurrección, el evangelista san Lucas narra que el Señor, «levantando las manos, los bendijo y que mientras los bendecía se separó de ellos…”.
Los apóstoles habían seguido a Jesús por tres años y de repente ya no estaba con ellos. Debió haber sido difícil separarse físicamente de Él.
En el sepelio de Stellita, el cura se refirió al día que la visitó cuando ya estaba en cama con oxígeno asistido. Ella estaba en silencio. Ya no emitía ningún sonido.
El sacerdote nos dijo: es como las flores, que no hablan, pero hacen notar su presencia por el aroma que despiden. Así mismo. Stellita, a pesar del silencio, seguía irradiando su amor. El sacerdote lo sintió así, como cada uno de los que la visitamos durante esos días previos a su muerte: sentíamos su paz, sentíamos su amor. Y es que Stellita ha sido nuestra maestra de amor.
Así como cuando Jesús ascendió a los cielos y los apóstoles no lo vieron ni escucharon, mas no por eso no sentían su presencia. Él seguía y sigue aquí con nosotros a través de la Eucaristía. Nos dejó ese regalo. La adoración de Jesús en el sagrario da mucha paz.
La primera vez que pude ir a misa después de que abrieran las iglesias por las restricciones por el Covid-19 me emocioné al punto que rodaban lágrimas por mis mejillas. Pero esa emoción no la he vuelto a sentir. Y no por eso no significa que no sienta que Jesús está conmigo. Lo siento las veinte y cuatro horas a mi lado.
Y, ¿cuál es el secreto para que esto pase? Abrirle nuestro corazón a Jesús y aceptar la amistad que nos ofrece solo con el mandato de vivir en su amor, pues siempre estará con nosotros. Su aroma de amor nos envuelve siempre que lo dejemos entrar a nuestro corazón. Ese es el camino para entrar al cielo: vivir en su amor.
Así como también Stellita vivió sus casi 58 años de vida dando solo amor. Ahora se ha ido, pero sigue presente con nosotros. Su legado de amor y de unión familiar ha quedado tatuado en los corazones de todos los que tuvimos la dicha de conocerla.
El mandato de ser apóstoles de Cristo
A partir de la Ascensión de Jesús a los Cielos, los apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin”. (CIC 664). “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. (Jn 12,32).
Cristo dejó el mandato a los apóstoles de predicar el Evangelio por todo el mundo y dar a conocer lo que Él les había enseñado. Fueron los elegidos por Jesús sin importar sus defectos. En otra de las meditaciones de los 10 minutos con Jesús el sacerdote decía que:
“Este mandato no solo es tarea exclusiva de los sacerdotes, o de las personas consagradas a Dios. Es tarea de todos los que amamos a Cristo. El apostolado depende de cada uno de nosotros. De ti y de mí. No depende de nuestras cualidades, de nuestro ambiente, de nuestro carácter, de donde vivamos, del entusiasmo o de la salud. Depende del amor a Dios que se tiene en el corazón”.
La Ascensión del Señor a los Cielos nos llena de esperanza de que esta vida terrenal tiene un propósito: llegar junto a Él.