San Josemaría se levantaba antes de rayar el alba para encontrarse con el Señor. Tenía prisa para asistir a la cita matutina con el Dueño de su vida, imitando así a Jesús, que muy de madrugada, todavía muy oscuro, se levantaba, y salía a buscar un lugar solitario para hablar con su Padre Celestial.
Ese lugar solitario era un oratorio, al que entraba en absoluto silencio. Se arrodillaba, y, luego de persignarse, rezaba: «Señor mío y Dios mío». Esta sola frase le introducía ante Dios Padre, declarando su fe con palabras prestadas del Apóstol Tomás cuando se le apareció el Señor resucitado. (A veces bastaban estas palabras para rendirse ante la Trinidad Beatísima y pasarse todo el rato de su oración contemplando con tantos matices la hondura de esa breve invocación).
Después de una corta pausa, añadía: «Creo firmemente que estás aquí». Aquel asertivo «creo» procedía de una fe capaz de mover montañas, tanto que alguna vez afirmaba: «creo más que si te escuchara con mis oídos, más que si te viera con mis ojos, más que si te tocara con mis manos». Y aquel «que estás aquí» abarcaba no solo un espacio físico, sino su entera existencia: Dios «aquí» delante de él ―Jesús escondido en la Hostia Santa―, él «aquí» ―transparente ante su Creador―.
San Josemaría: con la confianza de un niño
Con la confianza de un niño, deseoso de conversar con su padre, confesaba con palpable realismo: «Que me ves, que me oyes». El tiempo se convertía, entonces, en oro sagrado. Se esforzaba para que todo su interior —imaginación, fantasía y memoria— y su exterior —sus ojos y oídos—, estuvieran dirigidos enteramente al Señor, consciente de encontrarse delante de la Majestad divina. Entonces, declaraba rendido a los pies de Jesús Eucaristía: «Te adoro con profunda reverencia», una declaración sumisa de amor con la que pasaba a formar parte de la Corte celestial que adoraba continuamente a Dios.
Luego, volviéndose hacia sí mismo, confesaba: «Te pido perdón de mis pecados», reconociendo muy contrito su condición de pecador que suplicaba la misericordia divina. «Y gracia, para hacer con fruto este rato de oración», petición que nacía de su total convencimiento de que sin la gracia de Dios no podía hacer nada. Más todavía si quería que ese rato fuera verdaderamente un diálogo con su «Abba», su Padre.
Por último, para asegurarse de la necesaria asistencia, acudía a los bienaventurados de la Gloria: «Madre mía inmaculada, san José, mi padre y señor. Ángel de mi guarda, interceded por mí». En el fondo, estaba persuadido que al hacer oración entraba en una batalla y requería de todos los auxilios que le brindaba el ejército divino.
El terreno de la Oración para san Josemaría
Ciertamente, el terreno de la oración para san Josemaría, como para nosotros los cristianos, es un campo de batalla, en el que se aglomeran un cúmulo de pensamientos vanos e inoportunos, cuestiones por hacer, y quizá el tedio; sin olvidar al Tentador que, con sus astucias, intenta apartarnos de la oración y de la unión con Dios.
Acabada esa oración introductoria, muchas veces san Josemaría abría las páginas del Evangelio. Leía e imaginaba detalladamente las escenas junto con las circunstancias que se relataban. Revivía su tensión dramática: el asombro de la multitud, las conjuras de los judíos, el afecto de los discípulos, la envidia de los poderosos, la gratitud de los sanados y, sobre todo, la pasión incontenible que movía al Corazón de Jesús.
Se convertía en un personaje más del Evangelio, para lograr toparse con el Señor, hablarle y exponerle sus preocupaciones. Los últimos tiempos de su vida, exclamaba: «¡Dios mío! Me duele la Iglesia». (Hoy también su gran corazón sangraría por lo que ocurre en la Iglesia y en el mundo entero).
Otras veces llenaba ese tiempo sagrado de actos de fe, de esperanza y de amor. Con frecuencia transformaba las canciones que hablaban del amor humano, en cantos al amor divino. Contemplaba su vida y detectaba el rastro que iba dejando la divina Providencia, y se apresuraba a rendirse en alabanzas.
San Josemaría Mendigo de Dios
San Josemaría se hacía mendigo de Dios, suplicando, sobre todo, la salvación y la santificación de las almas, por el apostolado de sus hijas e hijos, que deseaban llevar a Jesús hasta los últimos rincones de la tierra. Ofrecía el sacrificio de la misa que estaba por celebrar en acción de gracias, en alabanza por todas las creaturas.
Cuando se sentía muy seco interiormente, confesaba con sinceridad: «¡Señor, que no sé rezar, que no se me ocurre nada para contarte!» Y esperaba a que soplara, aunque fuera una ligera brisa del Espíritu Santo, para dirigirle unas palabras a Jesús. Pero si no se levantaba siquiera un vientecillo inspirador, no dudaba en permanecer ahí como «un perrito a los pies de su amo». Pues sabía que esa oración era muy grata a su Padre celestial.
Desde luego la oración se asemeja a las estaciones: hay períodos luminosos que relumbran de vivos colores, primaveras y veranos, pero también se dan épocas de otoños sombríos y fríos inviernos, días sin sol y noches huérfanas de luna. En ese oscuro clima interior, san Josemaría permanecía fiel soportando «el silencio de Dios», hasta que Él se dignara hacer surgir un nuevo sol, que con sus rayos derritiera su aparente frialdad espiritual. Entonces, su corazón volvía a vibrar, encendido con un fuego que en realidad nunca estuvo apagado.
Al acabar su rato de meditación
Acababa su rato de meditación con esta oración vocal: «Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación«. Reconocía así que todo había sido gracia de Dios, incluso su esfuerzo por mantenerse en presencia de Jesús. Y con esa misma gracia debía perseverar: «Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, san José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí«.
Dios nos conceda imitar la oración de san Josemaría, que hizo de su vida un continuo diálogo con Dios.
Maravilloso!!!!!!
Muchas Gracias desde Curicó , a pocos Km de Pedregal
Muy lindo el comentario, ayuda a hacer oración
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Muchas Gracias desde Curicó , a pocos Km de Pedregal
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