Santos conocidos y santos anónimos
En la representación del Juicio Final de la Capilla Sixtina, obra maestra de Miguel Ángel, vemos a Cristo en el centro, que parece gobernar el universo con un movimiento de su brazo.
A su lado se encuentra santa María, que mira con piedad a sus hijos mientras se presentan ante el Supremo Juez. En torno a estas dos figuras se dispone una multitud de personajes: santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, mártires y apóstoles, que contemplan al Salvador.
Miguel Ángel: Juicio final (Capilla Sixtina)
Este tipo de representación del Juicio Final posee una larga tradición en el arte cristiano. En la Edad Media era común, en las fachadas de las iglesias y catedrales y a veces también en el interior, mostrar a Cristo rodeado de santos:
mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, sabios doctores y sencillos trabajadores manuales, reyes y papas, monjes y soldados, vírgenes y padres de familia, de todos los ambientes y lugares, de todas las razas y culturas.
Esta inmensa turba con frecuencia se acompañaba de ángeles tocando instrumentos musicales, haciendo del conjunto una gran orquesta que interpreta una hermosa sinfonía, dirigida por el compositor y maestro, Jesucristo.
Benedicto XVI comparó a los santos con “un gran conjunto de instrumentos que, aun con su individualidad, elevan a Dios una única gran sinfonía de intercesión, de acción de gracias y de alabanza”.
Cada uno es intérprete de un instrumento distinto, y el resultado es una música variada, siempre nueva, que interpretamos cuando a lo largo del año litúrgico celebramos su memoria.
Los bienaventurados forman parte de nuestra vida por la Comunión de los santos: estamos unidos a la Iglesia del Cielo, «donde las almas están triunfando con el Señor»
La perfección que se nos pide
A lo largo de la historia, son innumerables los hombres y mujeres que han puesto por obra las palabras de Jesús: «Sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto».
La riqueza de carismas del Espíritu Santo, las diferencias en el modo de ser de las personas y la amplia gama de situaciones en las que los cristianos han vivido, hacen que este mandato del Señor se encarne en maneras diversas. Decía el Papa Francisco:
«Cada estado de vida conduce a la santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia la santidad».
¡Cuánto atraen los santos! La vida de una persona que ha luchado por identificarse con Cristo constituye una gran apología de la fe. Su potentísima luz resplandece en medio del mundo.
Si en ocasiones parece que la historia de los hombres está gobernada por el reino de la oscuridad, se debe posiblemente a que estas luces brillan en menor número o más tenuemente: «estas crisis mundiales ―apuntaba san Josemaría― son crisis de santos».
El contraste entre la luminosa existencia de los santos y las tinieblas en las que quizá se vieron rodeados puede ser grande; de hecho, muchos fueron objeto de incomprensiones o de persecuciones, abiertas o solapadas, como le sucedió a Jesucristo: «vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz».
Sin embargo, la experiencia nos muestra el indudable atractivo de los santos: en tantos ambientes de nuestra sociedad, se sigue reconociendo con admiración el testimonio de una vida cristiana fuerte, radical, coherente.
Las historias de los santos muestran además cómo el contacto con el Señor llena el corazón de paz y de alegría; cómo se puede difundir serenidad, esperanza y optimismo en nuestro entorno; y cómo permanecer, al mismo tiempo, abiertos a las necesidades de los demás, especialmente a las de los más desfavorecidos.
Los santos de la puerta de alado
La gran riqueza de la santidad cristiana ha sido continuamente recordada y meditada por la Iglesia. La Liturgia celebra con amor cada año a sus hijos que han pasado por el mundo, como Jesús, haciendo el bien, siendo vivas luminarias para sus hermanos los hombres, ayudándoles a ser felices en esta tierra y en la vida futura.
Las fechas que conmemoran sus respectivas memorias litúrgicas corresponden habitualmente al día de su muerte o dies natalis: la fecha en que nacen a la nueva vida, la del Cielo.
En cualquier familia se festejan de modo especial los aniversarios de sus miembros, como el padre o la madre, los abuelos… Así ocurre también en la familia de Dios que es la Iglesia.
Además de las celebraciones de santa María, el calendario romano celebra las solemnidades de san José (19 de marzo); de la Natividad de san Juan Bautista (24 de junio); de san Pedro y san Pablo (29 de junio).
A ellas se suman un buen número de fiestas de santos: además de las de los apóstoles y evangelistas, celebramos las memorias litúrgicas de san Lorenzo (10 de agosto); san Esteban protomártir (26 de diciembre) y los santos Inocentes (28 de diciembre), santa Lucía (13 de diciembre), santa Teresa de Calcuta (5 de septiembre), san Alberto Hurtado (18 de agosto), santa Teresa de los Andes (13 de julio), etc.
Pero la inmensa mayoría de los cristianos que están en el Cielo nunca han tenido un proceso de canonización y, por tanto, no tienen una fiesta litúrgica propia. A todos ellos –a los que la Iglesia ha reconocido como santos como a los que no- los celebramos cada 1 de noviembre, que con razón se denomina “Solemnidad de todos los santos”.
Los sin número
Pintura de Fra Angelico (s. XV)
Como se lee en el libro del Apocalipsis, los santos constituyen «una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas».
Este Pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, como el justo Abel y el fiel patriarca Abraham; los del Nuevo Testamento; los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos.
Es la gran familia de los hijos de Dios, formada por aquellos que forjaron su santidad con el impulso del eterno animador, el Espíritu Santo.
La celebración de los santos nos recuerda con fuerza la llamada universal a la santidad: con la gracia de Dios, todos podemos corresponder con plenitud a la amorosa invitación a participar de la vida divina, en nuestras circunstancias. Como animaba el papa Francisco:
«Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo para quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración.
Pero no es así. Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de santito. ¡No! No es esto la santidad. La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios. Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día».
Personas de toda condición recorren el camino de la perfección cristiana: «hay muchos cristianos maravillosamente santos; hay muchas madres de familia maravillosamente, encantadoramente santas; hay muchos padres de familia estupendos.
Ocuparán en el cielo lugares de maravilla. Y obreros y campesinos. Donde menos se piensa, ahí hay almas que vibran».
¡Qué ilusión considerar que, conforme pasen los años, serán más y más los cristianos que llegarán al Cielo y que celebraremos cada 1° de noviembre!