Desde mi juventud, mi destino estuvo ligado al servicio del Templo de Jerusalén. Provengo de una larga línea de guardianes del recinto sagrado, una tradición que se remonta a generaciones atrás. Mi familia y yo nos hemos dedicado a proteger y mantener el orden en este lugar venerado por nuestro pueblo.
Recuerdo claramente los días de preparación para convertirme en guardia del templo. Desde niño, fui instruido en el manejo de armas y en las técnicas de vigilancia necesarias para salvaguardar la paz del lugar sagrado. Mi padre y mi abuelo me enseñaron el valor del servicio y la importancia de cumplir con nuestro deber con diligencia y honor.
Desde que llegaron los romanos no podemos usar armas, y nuestro trabajo se ha hecho un poco más difícil, con palos y porras. Ante el pueblo tenemos bastante prestigio, nos hacen caso para que las cosas en el templo funcionen mejor.
Me llamo Malco, siempre he sido temeroso de Yahvé. Mi lealtad ha sido recompensada, desde los tiempos de Anás, he sido siervo de máxima confianza del Sumo Sacerdote, y ahora con Caifás mi responsabilidad se volvió indiscutible.
Demasiado para el Sanedrín
Entre los guardias había mucho nerviosismo desde algunos días antes cuando uno de los nuestros contó que había visto a Judas, uno de los seguidores más cercanos de Jesús entrar sigilosamente para hablar con los representantes de los levitas.
Si son días que solemos estar especialmente con los sentidos despiertos, esta vez la tensión llegó a su máximo límite después del recibimiento en las puertas de Jerusalén cuando montado en un asno, fue aclamado como Rey y Mesías por parte de sus seguidores, extendiendo mantos, ramos de olivo y de palma a su paso y aclamando: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Eso fue demasiado para el Sanedrín.
El día llegó, el jueves de la Pascua por la noche, después de la Cena del sacrificio, apareció Judas. Recibí una instrucción del mismo Caifás, como representante personal de la máxima autoridad religiosa de aquel tiempo, me ponía al frente de la guardia para arrestar a Jesús en el Huerto de los Olivos.
Mi posición de confianza me llevó a dirigir a los demás guardias, siguiendo de cerca a Judas. Se notaba su nerviosismo, no sabía como actuar, pero nos dijo que debíamos apresar y no dejar escapar a aquel al que saludara con un beso.
La noche del prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos fue una de las más tensas de mi vida. Jerusalén estaba abarrotada de peregrinos que acudían para celebrar la Pascua, y se sentía un ambiente cargado en toda la ciudad.
En el Huerto de los Olivos
Emprendimos el camino, Judas nos condujo. Nos seguía un nutrido grupo de fariseos y escribas, que llegaron al huerto con la intención de sumarse a nuestro grupo armado, listos para enfrentar cualquier desafío que se presentara. Las instrucciones de Caifás fueron clarísimas, no podíamos volver sin el galileo. La noche estaba envuelta en un aura de anticipación y nerviosismo mientras avanzábamos hacia el lugar designado.
Nunca olvidaré el momento en que nos encontramos cara a cara con Jesús. Su presencia irradiaba una paz y una autoridad que me dejaron sin aliento. Ya lo había visto de lejos cuando predicaba en el templo, siempre me llamó poderosamente la atención, pero esta vez había una solemnidad especial, como si estuviera esperando este momento desde hace mucho tiempo.
Recuerdo que cuando nos estábamos acercando fue el mismo Jesús quien preguntó qué buscan. Uno de los fariseos gritó: a Jesús Nazareno. El respondió con una simple afirmación: «Yo soy». En ese instante, sentí que una fuerza invisible nos derribaba al suelo, dejándonos atónitos y humillados. Ese es el nombre de Dios, nadie lo debe pronunciar. Esto ocurrió dos veces. No sabíamos cómo actuar.
Ataque inesperado
Pero en ese momento el caos se desató cuando Pedro, uno de los discípulos de Jesús, el que hacía de cabeza entre ellos, desenvainó una espada y nos atacó. Como al frente de los demás dirigiendo la comitiva el golpe me cayó a mí. En medio del tumulto, fui herido en la cabeza, sentí cómo mi oreja era cercenada por el filo del arma. El dolor y la confusión se apoderaron de mí, pero entonces ocurrió algo que cambiaría mi vida para siempre.
Jesús se me acercó con compasión y bondad. Con un simple gesto, tomó mi oreja herida y la sanó, devolviéndome la integridad física y emocional. Su misericordia me conmovió hasta lo más profundo de mi ser, y en ese momento supe que estaba frente a alguien extraordinario, alguien que trascendía las limitaciones humanas.
Al regresar a casa esa noche, reflexioné sobre lo que había presenciado. El encuentro con Jesús en el huerto había dejado una marca indeleble en mi corazón. A partir de entonces, mi vida estaría marcada por la memoria de aquel momento, por la gracia y la compasión que experimenté en la presencia del Hijo de Dios.
Jesús es arrestado
Mientras Jesús era arrastrado hacia la casa de Anás, una sensación de profunda confusión se apoderaba de mi corazón. Como siervo del sumo sacerdote, me encontraba en el centro de un acontecimiento que desafiaba mi comprensión y agitaba mi alma.
Ver a Jesús, el Maestro al que muchos seguían con devoción, siendo conducido con violencia por las calles de Jerusalén, despertaba en mí una mezcla de emociones encontradas: temor, asombro y una profunda inquietud espiritual.
Entre el tumulto de la multitud que rodeaba a Jesús mientras avanzábamos hacia la casa de Anás aumentaba mi desconcierto. Las voces que clamaban por su condena resonaban en mis oídos, mientras intentaba comprender el motivo detrás de este acto de violencia contra alguien que había enseñado el amor y la compasión.
La confusión reinaba en mi mente, y aunque seguía mis deberes como guardia del templo, mi espíritu se debatía entre la lealtad a mis superiores y la búsqueda de la verdad y la justicia.
Al llegar a la casa de Anás, el ambiente sombrío y tenso me envolvía, intensificando aún más mi confusión interior. Observar a Jesús enfrentarse a los líderes religiosos despertó en mí un profundo conflicto moral.
Mientras presenciaba el juicio injusto y los intentos de acusación fabricada contra Él, mi corazón se estremecía ante la injusticia y el abuso de poder. En medio del caos y la confusión, me aferraba a la esperanza de que la verdad prevalecería, aunque en aquel momento todo pareciera estar envuelto en tinieblas y dudas.
Fue en ese momento que decidí volverme uno de sus seguidores, aunque no pude llevarlo a la práctica sino hasta varios meses después. Cada vez que me topo mi oreja, me acuerdo de la gran misericordia que tuvo conmigo, y la necesidad de escuchar su Evangelio, su Buena Nueva y llevarla a muchos más.