Creo que todos lo tenemos claro: ser cristiano es algo serio, también es algo apasionante, retador, exigente, desafiante. No me apunto a ser cristiano como quien se apunta a un club deportivo o a una asociación cualquiera.
Ser cristiano es parecerse a Cristo, ser el mismo Cristo que camina por el mundo, por este mundo nuestro; con nuestras amistades, en nuestro trabajo. Eso quiere decir: andar por el mundo como Dios mismo anduviera por él. Ver las cosas y a las personas como Dios las ve, trabajar como Él lo haría, querer como Él lo haría…
Este es el verdadero seréis como dioses, no como el que dijo la serpiente a Adán y Eva. Seréis como dioses… No es exactamente correr la milla extra o hacer algo cada vez más difícil. Es otra cosa: es querer mejor, amar mejor. Es saber amar… Amar como ama Dios, pero porque es Él quien ama a través nuestro.
AMAR COMO TÚ
¿Cómo le puedo hacer para amar como amas Tú, Jesús? La respuesta está en el Evangelio:
“A ustedes que me escuchan les digo: amen a sus enemigos, hagan bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen y rueguen por los que los calumnian.
Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Como quieran que hagan los hombres con ustedes, háganlo de igual manera con ellos”
(Lc 6, 27-31).
Te escucho y me parece que en este caso has exagerado. Se te fue la mano. Es como demasiado.
Pero luego me encuentro con el ejemplo de los santos. Que no hacen más que dejar ver la acción de Dios en la vida de los hombres.
RESPETÁNDONOS Y QUERIÉNDONOS COMO HERMANOS
San Josemaría sabía que:
“La vida no es una novela rosa. [Pero justo por eso afirmaba:] La fraternidad cristiana no es algo que venga del Cielo de una vez por todas, sino una realidad que ha de ser construida cada día.
(cit. en Cara y Cruz, José Miguel Cejas).
Lo tenía bien experimentado. En una ocasión, pasados ya algunos años tras el fin de la Guerra Civil española
“don Josemaría tuvo que tomar un taxi y comenzó a decirle al taxista: Cuánto lamentaba la guerra que había padecido España, porque se podía vivir como hermanos y respetarse, aunque se defendiesen opiniones distintas.
Le explicaba que era innecesario recurrir a esos procedimientos tan atroces, que reflejan un odio satánico entre hermanos.
Además, lo razonable es dar cada uno su parecer: Por ejemplo [le decía a aquel taxista], si usted en una materia concreta piensa distinto de lo que yo considero que es la verdad, hablamos; y, si usted me convence, yo me paso a su opinión; si yo le convenzo, usted se pasa a mi opinión.
Si no nos convencemos, seguimos pensando cada uno lo que queremos, pero vivimos en santa paz, respetándonos como hermanos y queriéndonos.
HACER EL BIEN SIN MIRAR A QUIÉN
El taxista escuchó en silencio y al llegar al destino, le comentó: –¿Usted se encontraba en Madrid durante la guerra?
Don Josemaría asintió.
–¡Lástima que no le hayan matado! –dijo el taxista (que podía ser tanto un «vencedor» resentido que se negaba al perdón, como un «vencido» que añoraba los días de persecución).
Don Josemaría le entregó el dinero que llevaba en el bolsillo y le preguntó: –¿Tiene hijos?
Ante su contestación afirmativa, añadió: –Quédese con el resto, para comprarles unos dulces a sus hijos ¡Qué detallazo! [O sea,] cuando hablaba de paz y perdón don Josemaría no proponía un ideal utópico. Era realista y conocía bien la naturaleza humana, de cuyas luces y sombras tenía, a aquellas alturas de su vida, una amplia y dolorosa experiencia”
(cit. en Cara y Cruz, José Miguel Cejas).
PALABRAS RETADORAS Y DESCONCERTANTES
Es duro leer esto… Pero te escuchamos Jesús mientras nos dices:
“Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tendrán?, pues también los pecadores aman a quienes les aman.
Y si hacen el bien a quienes les hacen el bien, ¿qué mérito tendrán?, pues también los pecadores hacen lo mismo.
Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tendrán?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto.
Por el contrario, amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada por ello; y será grande su recompensa, y serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”
(Lc 6, 32-36).
Tus palabras Señor no han perdido nada de su fuerza. Siguen siendo retadoras. Incluso desconcertantes.
Te comparto otro relato que también es desconcertante:
“Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso de falsedades y engaños, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1946.
LO QUE ÉL NOS PIDE
A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz, y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.
Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año —¿cómo podría olvidarla?— me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron de una cuerda que me pasaba bajo las axilas.
Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente.El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía.
HUMILDAD PARA AMAR
Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir «extraordinaria», pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.
Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, FUI A SU ENCUENTRO Y LO ABRACÉ.
Me liberaron en la amnistía del año 1984. Tenía 79 años”
(Anton Luli, L Osservatore Romano, 15.XI.1996).
Esto es desconcertante… Pero bueno, hoy en muchos lugares también se celebran la Fiesta de la Santa Cruz y no hay más que escucharte a ti Señor decir: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen y verte morir por amor a los hombres.
Pues ayúdanos a nosotros a entender, porque como cuesta. Se lo pedimos a tu Madre que está ahí al pie de la Cruz.