MISE EN ABYME
Hoy estamos delante de una escena del evangelio que podríamos denominar “mise en abyme”, y del que nos corremos el riesgo de acabar siendo parte. La expresión es en francés, y se trata de un recurso literario. Aunque, la verdad, no sé si el evangelista lo pensó así, pero así quedó, esa es la impresión que tengo yo.
“Mise en abyme” es, para entendernos, el efecto que se produce cuando uno pone un espejo frente a otro espejo. Es la sensación de estar uno dentro del otro hasta generar un infinito.
Pues en literatura se crea esa sensación, cuando dentro de un relato hay otro que es prácticamente igual o muy similar, de la misma temática, con el mismo mensaje. Algo parecido a lo que sucede con las matrioskas, esas muñecas rusas que cuando uno las abre hay otra más pequeña, pero igual, dentro. Y luego otra y otra.
Pues esa sensación te queda, sobre todo, cuando acabas de leer la Primera Lectura, que nos habla de Naamán, el sirio, que ha ido a Israel a ser curado de la lepra. Y, el profeta Eliseo no lo sale a recibir, sino que le manda a decir que haga algo muy sencillo: bañarse siete veces en el Jordán.
Así dice en el evangelio:
“Cuando Jesús llegó a Nazaret, dijo a la multitud en la sinagoga: -Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. (…) Había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino solo Naamán, el sirio.
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina, sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo”
(Lc 4, 24-30).
BAJARSE DEL CABALLO
Ahí está. Se reproduce en esta escena lo que tú Jesús intentas ilustrar. El leproso- Naamán- no se quiere lavar en el Jordán por orgullo. Y mientras no se lave -siguiendo el consejo del profeta- no va a quedar limpio.
Mientras no logre bajarse del caballo de su orgullo, no va a ocurrir nada.
Jesús, que es Dios, está delante de su gente. Y le exigen un milagro, algo, para aceptar que Él es el Mesías.
Este relato de san Lucas no lo dice, pero otros evangelistas si: quieren ver algo que les convenza. Algo que esté a su altura, a la altura de su orgullo.
Pero como no se los da. Es más, como les echa en cara su incredulidad, como la pone en evidencia, se van a fastidiar. Es lo que se llama: orgullo herido. Ojo, que esto no deja de ser algo que nos pasa a ti y a mi.
Aceptémoslo: nuestro orgullo reclama de Dios muchas veces cosas llamativas, impactantes. Algo que nos golpee, que se note. No porque esas cosas estén “a la altura de Dios”, sino porque creemos que están a “nuestra altura”.
¿QUÉ NOS PASA?
Nos pasa que, así como Naamán, así como los habitantes de Nazaret, despreciamos lo ordinario. Tienen a Jesús delante, pero no les cabe en la cabeza que alguien tan normal sea el Mesías.
Naamán ha recibido una indicación sencilla y se queja: -Yo había pensado que saldría en persona a mi encuentro, y que, invocando el nombre del Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me curaría de la lepra. ¿Acaso los ríos de Damasco, como el Abaná y el Farfar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos y quedar limpio? (Así es como se comporta Naamán, esa es su respuesta).
Por suerte Naamán tiene a sus criados que le dicen, que, si solo tiene que hacer algo tan simple, ¿qué le cuesta hacerlo…?
Y entonces, puede bajarse del caballo de su orgullo y se cura.
Los de Nazaret se ve que no tienen a nadie sensato que les ayude a entrar en razón. O que, si alguien lo intentó, ellos no se “bajan del macho”. Tercos.
Tanta es la necedad que se enojan Contigo Señor, y están dispuestos a matarte.
NOSOTROS, TÚ Y YO, ¿A QUIÉN TENEMOS?
Pues tenemos la escritura, tenemos estos ratos de oración, tenemos a los santos que nos recuerdan que Dios está presente en las cosas más normales.
En palabras casi poéticas de san Josemaría: “En un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día.
Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”
(Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 114).
Pues ahí está el reto: ¿Te bajas de tu orgullo para buscar ahí a Dios sin esperar bombos y platillos, sin esperar nada extraordinario?
Dios en lo extraordinario de lo ordinario. En esas cosas simples:
“Un día de sol en invierno. Una llamada de teléfono de una persona amiga a quien echamos de menos. Una palabra. Una comida que agrada a toda la familia. Una canción favorita que escuchamos inesperadamente en la radio. El momento de recoger a nuestro hijo del colegio y verle contento. Una tarea ardua superada felizmente. El instante de llegar a la cima de un pico alto. Una palabra que anima, una sonrisa sincera”
(Pasó haciendo el bien, Francisco Fernández Carvajal).
Todas esas cosas tan normales, tan simples…
HUMILDAD PARA VERTE
Aquellas coincidencias que son “Diosidencias” como dicen… Lo admirable de lo cotidiano.
“Es admirable seguir vivos hoy, son admirables las personas, los niños, la belleza de los árboles sea primavera o invierno, es admirable que broten flores, que un niño aprenda a hablar, que un anciano sonría…”
(Pasó haciendo el bien, Francisco Fernández Carvajal)
¡Es admirable cómo nos sales al encuentro Señor! ¡Eso es lo admirable! Te pedimos la humildad de saber verte, de saber reconocerte, de gozarte, de admirarnos y darte gracias por todo.
Y con esto no estoy diciendo que tengamos que ser “místicos” … Con grandes elevaciones o arrobamientos. No. Lo normal. Pero que me lleva a Dios. Porque hay algo ahí que me recuerda a Él. O, porque, ahí está Él y ¡por fin soy capaz de verlo! Porque veo con ojos nuevos, ojos ya limpios de ese orgullo que los cegaba.
SABER DESCUBRIRTE AHÍ
Y así, en la oración por la mañana y por las noches, o con una broma a tu ángel custodio. O viviendo la caridad con los de tu casa, con un beso a un crucifijo, o tienes un desahogo con tu Padre Dios. Con un agradecimiento porque ganó tu equipo, una mirada a una imagen de la Virgen, un reírte con Jesús cuando te das cuenta de que has tenido un enfado tonto… Saber descubrirlo ahí.
Realmente, descubrirle ahí es el camino para ya nunca olvidarlo, porque ya todo nos habla de Él. Esa es la mejor presencia de Dios. Es el camino de una contemplación de Dios muy normal, muy del día a día.
Si lo piensas, es el camino del amor. No por nada contemplar significa mirar amando. Porque es lo que les pasa a los enamorados: ven en todo a la persona amada. ¡Y eso les parece extraordinario!
COMO OLVIDARTE
Justo pensando en esto, se me venía a la mente un trozo de una canción de un cantautor guatemalteco que nos puede servir. Y dice:
“Cómo olvidarte, si estás en cualquier parte, en la sonrisa del niño, en la rutina del viejo, en la canción de la radio.
Cómo olvidarte, si te llevo conmigo, como canguro a su cría, como el sol trae el día, como un tatuaje.
Cómo olvidarte, si eres parte de todo”
(Cómo olvidarte, Ricardo Arjona).
Madre mía, que vea a tu Hijo y que no le exija nada. Que sepa encontrarme con Él y gozármelo en lo cotidiano. Que me baje del caballo de mi orgullo para abrazarle en las cosas que me pasan todos los días.