Todos sabemos que hay muchos milagros en los Evangelios. “Aunque muchos”, tal vez no es la palabra adecuada; están los justos, los que necesitamos.
Los milagros son milagros y son impresionantes, desconcertantes. Si lo son para quién los lee, ¡imagínate lo que deben haber sido para quienes los vivieron!
Jesús, Dios, “Tu Señor”, eres capaz de hacer milagros, pero nosotros no tenemos derecho a esperar milagros ni, por supuesto, a reclamarlos. Nos bastan los de los Evangelios.
Hoy, nos presentan a Jesús haciendo milagros:
“Volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.
Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al Cielo, suspiró y le dijo: “Efatá” que significa: “Ábrete”. Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente”
(Mc 7, 31-36).
A mí me llama la atención este milagro porque es un milagro de “contacto”: le pone los dedos en las orejas, le pone saliva en la lengua…
Yo creo que no era necesario, pero si “Tú Señor, lo haces así, es porque es aleccionador”.
“Vemos en Ti a Dios, que se arremanga y mete la mano hasta el fondo de la creación».
No se ensucia, al contrario, limpia lo creado, lo corrige; trae salud donde había enfermedad. Aquellos oídos y aquellos labios recuperan sus capacidades naturales.
También es aleccionador porque “Tú, Jesús, te sirves del contacto para transmitir así Tú actuar. No lo haces a distancia, a control remoto, sino que tocas, palpas, arreglas…”. Es lo que los hombres necesitamos muchas veces: palpar, tocar…
LA PIEDAD
¡Qué gusto, por ejemplo, da la piedad de las abuelitas, que soban las imágenes! ¡Cómo nos gusta pasar el rosario, un crucifijo por la tumba de un santo!, o sea que toque.
Me acordaba, cuando en una misa en el colegio, bueno la verdad es que, en toda misa en el colegio, si me toca rociar al pueblo con agua bendita, hay que hacer la excursión, o sea pasar por todo el pasillo, e intentar que les caiga agua a todos.
Una vez, un niño levantaba la mano y me decía: “¡a mí, a mí!”, mientras lanzaba hacia delante la cara y cerraba los ojos, ¡esperando que le cayera un chorro de agua bendita!
Y también, en otro caso, a punto de salir a una Bendición con el Santísimo, uno de los que me ayudaba, mientras yo echaba un poco de incienso en el turíbulo me decía: “¡Más! ¡Eche más! ¡Qué se sienta!” Así nos gusta… Así nos gusta: sentir, tocar, palpar.
Pensando en esto, viendo la escena del Evangelio, no se me ocurre mejor cosa que salir corriendo hacia el sordomudo recién curado y preguntarle: “¡¿qué sabor tiene Dios?! ¡¿qué sentiste en tu boca?!”
El me voltea a ver, todavía borracho de alegría por el milagro y me dice: “No sabría explicártelo, pero deberías saberlo… Decime vos ¿Qué sabor tiene Dios? ¿a qué sabe Jesús?”
Yo me quedo un poco desconcertado por su respuesta. Pero rápidamente acude a mi cabeza la escena tantas veces vivida: el sacerdote que extiende la mano, con la Hostia consagrada, mientras me dice: “El cuerpo de Cristo” y yo respondo: “Amén”, para que ni un segundo después aquella Hostia, aquel cuerpo, “¡Tú Jesús!” toques mi lengua.
EL MILAGRO
Aunque hoy por hoy, desde hace unos 10 años, he sido yo, el que lo consume en el altar, antes de pasar a dar la comunión a los que asisten a mi Misa; y mientras la distribuyo pido al Señor que obre el milagro: que les ayude, que los cuide, que diga “Efatá”.
Entonces yo te pregunto a ti: ¿a qué sabe Dios…?
La pandemia, es cierto, ha hecho más difícil ir a Misa. Por distintas razones: por limitación del aforo, por restricciones de movimiento, por nerviosismos…
Pero yo te digo: ¡Que no nos roben esto!
Si hay tiempo de ir a la playa. Tienes tiempo para ir a una fiesta o una reunión familiar. Si te buscas la vida para juntarte con los amigos. Si vas al supermercado, al médico, hasta el gimnasio… ¡¿por qué no ir al médico del alma?!
¿A qué sabe Dios…? ¿Qué sabor tiene…?
Cuidado que los sentidos se atrofian, se pueden atrofiar…
GUSTO POR LA EUCARISTÍA
Que fea aquella experiencia, que todos hemos tenido, de cuando íbamos al dentista de pequeños y por la anestesia, cuando salía uno, iba con la lengua dormida… ¡Ni agua podía uno tomar con calma!
No nos gusta estar así, es extraño, es raro, es más, uno hace poco me comentaba:
“Mire Padre, dicen que algunos, con el coronavirus pierden el sentido del gusto para siempre… ¡Yo no sé qué haría sin sentir el sabor a la comida!”.
La verdad es que era uno de estos a los que le gusta comer mucho; bueno a todos nos gusta…a todos nos gusta comer.
¿Y qué harías perdiendo el gusto por la Eucaristía…?
¿Qué haces perdiendo el gusto por la Eucaristía…?
No estoy promoviendo aquí imprudencias. Solo te animo que pienses: milagros los queremos todos, y los de contacto nos gustan más, y ese milagro diario de la Eucaristía nos hace falta… Hay que tener cuidado de estar haciendo esfuerzos por otras cosas, mientras vamos perdiendo el gusto por Jesús en la comunión.
Si ya de por si nos cuesta darnos cuenta de lo que sucede cuando comulgamos…, como para no hacer esfuerzos ahora por no perder esa sensibilidad…
Se lo puedes decir conmigo, Jesús: “-Se equivoca mi paladar, que nunca será capaz de saborear tu amor en esta vida, pero no se equivoca al recibirte, porque en la Vida eterna no querrá otro alimento distinto de ti mismo”. (Relatos a la sombra de la Cruz, Enrique Monasterio)
EL BESO DE DIOS
Por eso no quiero perder la sensibilidad, por eso quiero fomentarla, como los santos.
Dicen que “San Felipe Neri tenía el cáliz con el que celebran Misa mordido y arañado por sus dientes, por el ansia con que consumía la sangre de su amado”. (La Misa: el beso de Dios, José Pedro Manglano)
¿Cómo vamos tú y yo de ansias por recibirle? ¿O será que tenemos la lengua dormida? Bueno, pensémoslo…
Hay quienes dicen que la Misa es el beso de Dios, el beso que Dios nos da; especialmente en el momento de la comunión, al tocar nuestra lengua.
Te comparto unas ideas porque me parece que esto también es aleccionador y es como para aclararnos: el beso es un gesto. Pero no se reduce a un simple gesto, porque es un gesto del alma. El alma se hace gestual: ¡el alma vive, actúa y se realiza en gestos! Es el alma quien besa.
No estamos ante una pura mecánica corporal física. En el beso no hay dos realidades; por un lado, el amor y por otro los labios, sino que es el mismo amor encarnado que se realiza y actúa en el beso. Por así decirlo, el beso no es distinto del amor. El beso está vivo. ¡El beso es vida!
Pues Dios te quiere besar en la Misa, en la Eucaristía y transmitirte Vida. Y mientras te besa, dice “Efatá”. Y tú lo sientes y sabes que es especial, que obra milagros en tu alma; cuando tu alma comprende, cuando está bien dispuesta.
Madre mía, yo quiero recibirle y recibirle bien. Quiero recibirle cómo tú le recibiste. Besarle como tú le besabas, ayúdame a no perder la sensibilidad, a querer estar con tu Hijo todo lo que se pueda en la Eucaristía.
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