Jesús vino a servir y lo hizo de una manera muy concreta. Sirvió a los demás haciendo que los que se le acercaban a Él, siempre fueran mejores.
Y lo hizo, no con enfados o poniéndose bravo o con caras largas o haciendo sentir mal a la gente, sino al revés, con simpatía, con serenidad y sobre todo con su servicio.
Así actuó con los apóstoles. Era paciente con ellos a pesar de su ignorancia, de su rudeza; a pesar incluso de sus infidelidades.
¿Y con los pecadores? Jesús, a los que le ofendían, los trataba muy bien. Se hacía amigo de ellos.
Los fariseos, que se ponían como ejemplo de trato con Dios, se admiraban y escandalizaban de ese modo de hacer de Jesús. En cambio, los pecadores, estaban felices por el cariño del Señor y porque les daba la esperanza del perdón de Dios.
Y es que Dios no se enfada nunca. Parece que cuanto más pecadora es una persona, Jesús más la quiere, porque más le perdona.
Es como una madre que quiere más a un hijo enfermo, pero eso no significa que no quiera al resto de la familia, pero con el enfermo la madre tiene más detalles.
El Señor nos pide que seamos como Él, que queramos y perdonemos a los que tienen errores y que se vayan curando. Pero que no nos enfademos con ellos.
“Por eso hoy Señor Jesús, en estos -10 minutos con Jesús-, te pedimos: Señor, haznos como Tú, mansos y humildes de corazón.”
Esto no es cuestión de temperamento, sino de virtud. Hay gente que es tranquila, pero que está todo el día enfadada y quejándose y hay quienes son nerviosos y no se enfadan casi nunca.
PARECERNOS AL SEÑOR
Es cuestión de “parecernos al Señor”, de ver a los demás como los ve Él. Dice san Josemaría en Forja:
No dejaré de insistirte, para que se te grabe bien en el alma: ¡piedad! ¡piedad! ¡piedad! ya que si faltas a la caridad, será por escasa vida interior: no por tener mal carácter
(Forja, n. 79).
Y, es que es más fácil enfadarse que tener paciencia; es más fácil amenazar a alguien con la mirada, que permanecer sereno ante sus equivocaciones.
Pero, ¡cuánto bien hace una sonrisa o un buen gesto!
Lo fácil es no luchar, dejarse llevar y justificarse pensando que, “como somos así”, que eso es lo que hay que hacer. Dice de nuevo san Josemaría en Camino:
No digas: «es mi genio así…, son cosas de mi carácter». Son cosas de tu falta de carácter (…)
(Camino, n. 4).
Siempre es más cómodo criticar a alguien, que rezar por él. Hundirlo en su miseria, antes que intentar ayudarlo, corrigiéndole con suavidad y con fortaleza.
“Por eso Señor, en esta oración te pedimos que no nos dejemos llevar por la falta de virtud, que sepamos ver en tu actuar una forma concreta de mejorar nuestra propia vida. De luchar contra ese carácter, contra esa forma de ser que nos distancia de los demás.”
PERSPECTIVA
Y es que hay que tener perspectiva.
“¡Danos, Señor, un corazón manso! Ayúdanos a ver a las personas como las ves Tú Señor, con esa misma perspectiva.”
Esa es la manera de actuar con mansedumbre, porque es muy difícil enfadarse y estar sereno y la serenidad es necesaria para que los demás no piensen que nos queremos imponer, que nos estamos desahogando o que les hacemos sufrir nuestro mal humor.
Para ver las cosas como las ve el Señor, hay que colocarse en un plano sobrenatural. Por eso, lo primero que hay que hacer es: “rezar”. Y si los problemas son más graves, pues hay que rezar más y pedirle a Dios con más fe.
Porque soltar un discurso, una filípica, lo único que provoca es hundir del todo a la persona que lo recibe, haciendo que se sienta culpable.
Para evitar esto hay que acercarse a los demás, intentar comprenderlos.
Recordemos que Jesús comía con los pecadores, no los regañaba, les preguntaría por sus cosas. Esa es la manera de luchar contra los enfados, contra las molestias, contra eso que crece internamente dentro de nosotros y no hace ponernos bravos.
Diferente a eso, hay que querer a la gente, así nos aprendemos a dominar.
UN BUEN PAPÁ
Contaban de un padre de familia holandés, que estaba en el supermercado haciendo cola para pagar. Iba con el clásico carrito de la compra donde había metido lo necesario para una semana. Dentro del carrito también estaba su hijo pequeño sentado.
Como cualquier crío, no se estaba quieto, cogía una lata de tomate y la dejaba caer, le iba haciendo huecos al pan, se cambiaba de sitio, intentaba abrir una bolsa de papás… y así, con todo lo que estaba alrededor.
Al papá se le veía con cierta impaciencia, mientras repetía una y otra vez: ¡Alfred, tranquilo, cálmate, tranquilooooo!
Mientras pagaba la cajera que había visto todo, le dijo: ¡Es admirable la paciencia que tiene usted con su hijo Alfred!
Y este buen papá le respondió medio riéndose: No señora, no se confunda usted, Alfred soy yo.
CORREGIR CON DELICADEZA
San Josemaría recordaba las maneras delicadas de sus padres para corregirle.
Si le pedían algo de niño —traer una cosa, por ejemplo— y él no ponía atención cuando la traía, mostraba desgana o lo entregaba deprisa para irse a jugar, el padre o la madre le decían con una sonrisa: «Así se entregan los guantes al rey»
Su hermana Carmen también aprendió a corregir con delicadeza.
Se llamaba Nisa, -una de las primeras numerarias-, que aprendió mucho a su lado en el trabajo en la administración, ella cuenta como le enseñaba:
«Yo trabajaba a su lado, pero nunca me hizo la menor indicación, con su habitual delicadeza, solo que, viéndola, iba aprendiendo y afinando en muchos detalles».
Y es que la santidad se nota, los santos han sido así, por eso son más humanos. No regañan, sino que mueven al arrepentimiento.
El arzobispo de Toledo, hablando de don Álvaro del Portillo -el primer sucesor de san Josemaría-, decía que hablaba siempre sonriendo.
“–Señor, haz que seamos también nosotros misericordiosos, pacientes con los errores y defectos de los demás.”
CON SERENIDAD
Siguiendo con don Álvaro, hay una anécdota de él que muestra claramente esto:
Cuando estaba él viviendo todavía en casa de sus padres, su hermano pequeño se puso a jugar con unos dibujos en los que don Álvaro había estado trabajando un año entero y al jugar con ellos, se los estropeó completamente.
Esto es lo que dejó escrito el hermano de don Álvaro:
–«Mi madre, decía su hermano, al ver aquel desaguisado, se llevó un gran disgusto y me dijo algo así como:
«Ya verás, cuando llegue tu hermano Álvaro y vea lo que le has hecho, echándole por tierra tanto tiempo de trabajo».
«Yo aguardé su llegada con el natural temor. Esperaba que me riñera o me gritara; o incluso que, como fruto de la irritación, llegara a darme algunos cachetes…»
Pero no sucedió nada de eso. Llegó a casa; contempló lo que le había hecho; me llamó; me acerqué temblando; me sentó sobre sus rodillas y, entonces, con aquella serenidad que le caracterizaba, comenzó a explicarme el tiempo que había empleado en realizar aquel trabajo y cómo yo, por haber jugado donde no debía, lo había echado a perder.»
Yo me quedé asombrado: en vez de pegarme, lo que hizo fue enseñarme la importancia de aquel trabajo, ¡para que yo aprendiera a ser más cuidadoso en el futuro!
Puede parecer una anécdota sin importancia, pero nunca la he podido olvidar».
(Libro de postulación D. Álvaro, 40 nt 24).
ASÍ SON LOS SANTOS
Es que así son los santos. Se mueven de esa forma, de una forma atractiva. No se enfadan, no hacen sentir el mal, sus correcciones son llevaderas, como lo haría Jesús.
Vamos a ir terminando este rato de oración, pidiéndole a nuestra Madre que nos ayude a ser así: personas que sepan corregir con mansedumbre. Que no dejemos salir la hiel del mal humor. Que cuando nos sintamos heridos u ofuscados no actuemos inmediatamente.
Que correspondamos primero a la gracia de Dios, buscando su presencia, haciendo que las cosas vuelvan a la calma antes de corregir. Porque solo de esa forma actuaremos como Jesús y seremos muy atractivos para la gente que tenemos que corregir y nuestra corrección tendrá más éxito.
Y sobre todo hará menos daño y acercará a Dios a las personas.
Le pedimos todo esto a nuestra Madre la Virgen, que nos acompaña en estos 10 minutos de oración, pidiéndole que nos ayude a ser mejores a la hora de corregir. Gracias Madre mía.