CLARO Y CONTUNDENTE
“A Ti, Jesús, no se te puede acusar de pusilánime, de timorato o de apocado. Es cierto que no eres bélico o peleonero, pero sí que eres claro, contundente. No te anduviste con contemplaciones ni miramientos para decir la verdad. Lo usual es verte corregir con cariño, enseñar con mansedumbre. Pero cuando se trata de intentar hacer entrar en razón a quienes eso no les ha bastado hablas con fuerza. Con los fariseos y los doctores de la ley quemaste todos los cartuchos, también este.”
Es lo que vemos hoy en el Evangelio:
“¡Ay de ustedes, que edifican los sepulcros de los profetas, después que sus padres los mataron! Así pues, son testigos de las obras de sus padres y consienten en ellas, porque ellos los mataron, y ustedes edifican sus sepulcros. Por eso dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pida cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el Templo»”
(Lc 11, 47-54).
Tus palabras son fuertes. No te ahorras nada. Pero yo me quería detener aquí. Esa imagen me llama mucho la atención: la sangre de Abel…
CUIDAR Y GUIAR
Los fariseos y los doctores de la ley habían recibido mucho, se les había confiado la herencia del pueblo elegido. Debían llevar a su gente hacia Dios; cuidar y guiar al pueblo judío. En cambio, eran una especie de barrera entre Dios y los hombres; tercos, obstinados, encerrados en sí mismos.
No les interesa la gente, se interesan solo de ellos mismos. En lugar de verte a Ti como alguien que les puede ayudar en su tarea de guiar al pueblo, ven a un contrincante. Sienten que les robas su puesto, que les bajas del pedestal que ellos mismos se han construido. Y eso es lo que Tú, Jesús, les echas en cara…
Justo eso es lo que recuerda la sangre de Abel… Cuenta el libro del Génesis que Caín dijo a su hermano Abel:
“—Vamos al campo. Y cuando estaban en el campo, Caín se alzó contra su hermano Abel, y lo mató. Entonces el Señor dijo a Caín: —¿Dónde está tu hermano Abel? Él respondió: —No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? El Señor le dijo: —¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama hacia mí desde la tierra”
(Gn 4, 8-10).
La sangre de Abel clama hacia Dios porque se ha obrado una gran injusticia contra él. Caín se lo quita de en medio por envidia. No le importa que sea su hermano, no le importa que agrade o no agrade a Dios, no le importa poder aprender de él. Solo le importa que no haya nadie que sea mejor que él, que nadie le pueda echar en cara que lo que hace lo podría hacer mejor. Por eso Yahveh le pide cuentas.
HEMOS RECIBIDO TU SANGRE
“A los fariseos les pides cuentas como a Caín, pero les pides más cuentas incluso que si juntáramos la sangre de Abel y de todos los profetas porque van a derramar Tu sangre Señor.”
“A nosotros también nos pides cuentas. Nosotros tampoco podemos vivir como Caín, como los doctores de la ley, volteando a ver nuestro ombligo. Porque nosotros hemos recibido también la sangre de ese sacrificio. La sangre que Tú, Jesús, has derramado por cada uno de nosotros.”
Nos lo dices a través del autor de la Carta a los Hebreos:
“ustedes se han acercado al Monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, a la asamblea gozosa y a la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos, al Dios Juez de todos, (…) a Jesús mediador de la nueva alianza y a la sangre derramada, que habla mejor que la de Abel”
(Hb 12,22-24).
Por eso, a ti y a mí no nos vale preguntar ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? Porque la respuesta es: sí, sí y ¡sí! La sangre de Jesús clama por cada una de las personas que nos rodean. Porque ha sido derramada como precio del rescate de cada una de esas almas.
Me venía a la cabeza lo que contaba uno que había estado en una tertulia con San Josemaría.
El santo les preguntaba:
“¿Sabéis por qué os quiero tanto? Porque veo bullir en vosotros la sangre de Cristo”.
¡Eso es! La sangre de Cristo te pregunta por tus hermanos, te pide que los cuides, que los ayudes, que los guíes. ¿Qué haces para ayudar a quienes tienes al lado? ¿Qué haces para ayudarles a ser mejores, a ser santos? ¡¿Qué haces?!
No es que la cosa no vaya contigo. Porque ¡por supuesto que sí! Porque tú eres (cada uno de nosotros es) el guardián de tu hermano.
CON PINCEL EN MANO
Cuentan que el famoso pintor Rafael de Sanzio tuvo como maestro a “Il Perugino”. Lo curioso es el método que usó para enseñarle. Dicen que le invitaba a sentarse durante seis u ocho horas diarias en una esquina de su taller mientras él pintaba; a veces, incluso, se olvidaba que estaba allí. Pero, en algunas ocasiones, lo invitaba a contemplar algún cuadro para que diera su opinión.
Le preguntaba: -¿Tú, cambiarías algo? Y si Rafael se atrevía a formularle alguna pequeña sugerencia, su maestro le ofrecía el pincel para que él mismo hiciera el cambio.
Pues algo semejante a eso es lo que hace Dios con los nuestros cuando, tras invitarnos a contemplarlos, nos pregunta: -¿Te parece que hay algún aspecto de la conducta de tu hermano que deba ser corregido para que sea santo? Y, si nuestra respuesta es positiva, Dios nos extiende su brazo ofreciéndonos el pincel de la fraternidad para que seamos nosotros quienes les ayudemos.
Tal vez podría hacer las correcciones el mismo Dios, pero el Señor prefiere que seamos nosotros quienes nos hagamos cargo de esa tarea (cfr. Amor, soberbia y humildad, Pedro José María Chiesa).
LA CARIDAD HACE MILAGROS
¿Por qué? Porque tú eres el guardián de tu hermano. No estás aquí para criticarlo o para quitártelo de encima. Estás aquí para cuidarlo, ayudarlo, guiarlo…
“No pocas veces, el Señor nos va a pedir que ayudemos a quienes se encuentran atascados en el sendero de la vida. A veces será un hermano, el marido, la mujer, un amigo, un compañero de trabajo o de Facultad… Nos acercaremos a él y con un cariñoso imperio les ayudaremos a subir la cuesta, la cuesta de la vida, la de las dificultades que pueden parecer insuperables.
La caridad hace milagros, y un día comprobaremos que fue el Señor en nosotros quien sacó adelante a esa persona.
Otras veces deberemos ser como el rodrigón, esa estaca firme que pone el jardinero junto a una planta débil o rota por una tormenta, para apuntalarla. La planta maltrecha se recupera casi siempre de su debilidad o de los daños sufridos. (…) Con las personas sucede algo similar. (…)
UN TRATO PARTICULAR
Debemos amparar y proteger a esas personas con las que el Señor ha querido que tengamos unos vínculos más estrechos y un trato particular (…), ayudándoles a subir la cuesta con los cuidados de una caridad bien vivida: con la oración, avisándoles, si fuera preciso, a través de la corrección fraterna cuando nos demos cuenta de que en su vivir se están introduciendo modos y costumbres que desdicen de un buen cristiano, con un consejo que les ayuda a mejorar su vida familiar o profesional, con una palabra de aliento en momentos de desánimo, cargando nosotros, si es posible, con una parte del peso que arrastran. (…)
En la vida sobrenatural, el Señor tiene siempre el remedio oportuno. Pero cuenta con los demás para curar y fortalecer a quienes lo necesitan” (El día que cambié mi vida, Francisco Fernández-Carvajal).
¿Por qué? Porque tú eres el guardián de tu hermano. No estás aquí para criticarlo o para quitártelo de encima. Estás aquí para cuidarlo, ayudarlo, guiarlo…
Te lo pide Jesús derramando hasta la última gota de su sangre.