A veces mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a Dios. Me atraen, con ansias, las cosas de este mundo… Estoy cansado, necesito liberarme, mi vida es pura rutina, estoy aburrido, necesito vivir, algo que dé sentido a mi vida…
¿A quién le pasó esto? Al hijo pródigo. Mejor dicho Señor, ¡¿a quién no le ha pasado esto?! Nos pasa a todos.
Hoy, aparece en la liturgia la muy conocidísima parábola del hijo pródigo. “Pero, Señor, te quiero proponer algo: dejemos, por ahora, al hijo pródigo de lado. Yo te quiero proponer hoy, Señor, a Ti y a todos los que estamos conversando contigo, que pensemos y que vayamos mejor a considerar al hijo mayor de la parábola”.
Ya sabes que en esta historia aparecen dos hijos: el trotamundos, el buena vida, el vividor y el otro. ¡El otro! Casi nunca se habla del otro. ¿Quién era? Pues te lo describo como lo hace la Escritura.
¿A QUIÉN PERTENECEMOS?
Ya sabes que el hijo pródigo -no prodigio, como dijo una vez un pelao en una plática, sino pródigo- regresa porque está arrepentido, porque el mundo no le ha dado sentido a su vida, porque, en algún momento, se hizo esa pregunta: ¿Yo a quién pertenezco? ¿Al mundo? Noooo, ya me di cuenta que no. Yo pertenezco a mi padre. Tengo un padre: soy hijo. (“Señor, qué difícil lo tienen los que en este mundo no han tenido un padre. ¡Qué duro!”).
Pues este hijo regresa. Su padre lo estaba esperando: lo recibe con inmensa alegría y le arma una fiesta.
“Estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”,
(Lc 15, 24)
son las palabras que utiliza el padre. Sabemos de memoria esa historia.
EL HERMANO DEL HIJO PRÓDIGO
¿Y el otro hijo? Dice la Escritura:
“Estaba en el campo, cuando, al volver, se acercaba a la casa, oyó la música y la danza. Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Éste le contestó: Ha vuelto tu hermano y tu padre ha sacrificado el ternero cebado porque lo ha recobrado con salud.
Él se indignó y no quería entrar. Pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: Mira, en tantos años cómo te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo»
no lo llama mi hermano, no, no, no – «cuando ha venido ese hijo tuyo»
«que ya ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”.
(Lc 15, 25-32)
LAS COMPARACIONES SON DAÑINAS
De primera vista, puede parecer justificado el reproche del hijo hacia su padre. Pero, ¡pero hombre!, se lo hubieras dicho después. Justo ahora, deberías haber disfrutado con la alegría de tu padre.
¿Acaso no se dio cuenta de que su padre había vuelto a vivir? ¿Que estaba radiante de felicidad? Hey, no, no, no. ¡No seas aguafiestas, hombre! Aguafiestas: el hijo mayor, es un aguafiestas.
Pero creo que hay algo más de fondo. Parece que no estuviera a gusto. Incluso el hijo mayor pudo haber tenido hasta envidia de lo que decidió hacer su hermano: irse, liberarse, vivir la vida loca, salir de la rutina…
¿DESCUBRO AL HIJO MAYOR DENTRO DE MÍ?
Dice un autor que las palabras con las que el hijo mayor ataca a su padre, son palabras farisaicas, autocompasivas y celosas. Hay una queja; es una queja de un corazón con un fondo de resentimiento. Es el lamento que grita: he trabajado tan duro, he hecho tanto y todavía no he recibido lo que los demás consiguen tan fácilmente.
“Justo ahora, Señor, en estos 10 minutos de oración personal, de diálogo, ¿descubro al hijo mayor que hay dentro de mí? ¿A menudo me puedo descubrir quejándome, por pequeños rechazos, por faltas de consideración? ¿A menudo puedo observar dentro de mí ese murmullo, ese gemido, esa queja, ese lamento?
Desde esta perspectiva se comprende la incapacidad del hijo mayor para compartir la alegría del padre.
Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia, efectivamente, de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en casa y compartir la alegría de su padre. Las quejas lo paralizan y lo dejan afuera, en la oscuridad. ¡Qué pena!
CUIDADO CON LA ENVIDIA
“Eso nos puede pasar a nosotros, Jesús. Señor, yo que rezo tanto, que procuro ser tan buen católico y que tengo tantas estampitas… Mira, a mí no me va bien. ¡Tú como que no me escuchas, como que no me entiendes! Yo soy bueno. En cambio, mira a los otros que son terribles, que no son buenos cristianos y mira cómo les va, les va bien.”
No son buenas las comparaciones: son dañinas. Producen envidias, celos, resentimientos.
Y nos podemos preguntar: ¿Qué le ocurriría al hijo mayor? ¿Se dejaría convencer por su padre? ¿Al final entraría a la casa a participar de la celebración? ¿Abrazaría a su hermano y le daría la bienvenida? ¿Se sentaría a la mesa a disfrutar del banquete?
Pues no lo sabemos porque la parábola no nos lo cuenta. Tampoco sé si al final se reconciliaría con su hermano, con su padre, hasta consigo mismo, este hermano mayor.
«Lo que sí conozco, Jesús, con certeza, es el corazón del padre: Es un corazón lleno, de una misericordia infinita.
¿Quién es el protagonista de esta historia? Pues sí, se titula El hijo pródigo. ¡Pero qué va! “El protagonista, Jesús, es Tu Padre. Porque Tú, al contar esta parábola, nos has querido hablar de Tu Padre”.
PESCADORES: NECESITADOS DE MISERICORDIA
Creo que una enseñanza, de las muchas que podemos sacar, es sabernos todos lo que somos: pecadores. Necesitados de la Misericordia de Dios.
Termino este rato de oración con una anécdota del Papa Francisco: A los pocos meses de ser elegido Papa, Jorge Mario Bergoglio concedió una entrevista bastante extensa. El periodista, tras quince minutos de conversación, le dijo:
“Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y le formulo una pregunta un poquito a quemarropa: ¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?” Según cuenta el periodista, Spadaro, el Papa se le quedó mirando en silencio. “Le pregunto si ¿es lícito hacerle esta pregunta, Santo Padre?”
El Papa hace un gesto de aceptación y me dice: “No sé cuál puede ser la respuesta exacta…” Tras un silencio, llegó la respuesta: “Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o de un género literario. Soy un pecador (…) en el que el Señor ha puesto los ojos. Soy alguien que ha sido mirado por el Señor”.
Acudimos a nuestra Madre y nos sabemos también necesitados de la mirada de una madre -de un padre y una madre-.