DIOS, EL MEJOR PADRE
Unas semanas atrás, en una de las clases que doy a universitarios, una chica me pregunta por qué esa diferencia entre ese Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo Testamento.
Por qué parece que Dios en el Antiguo Testamento está molesto, es vengativo, es duro… En cambio, en el Nuevo Testamento Dios cambia; es como más alegre, dice que nos amemos, que nos perdonemos, la misericordia, etcétera.
Esta pregunta es muy interesante porque nos ayuda a ver cuál es la impresión que pueden tener algunos sobre Dios, sobre Ti, Señor. Y nos puede servir, justamente, lo que leemos en la misa de hoy, en el Evangelio de la misa de hoy.
Dice San Juan que:
“Jesús gritó diciendo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado”.
(Jn 12, 44-45).
Jesús nos muestra quien es el Padre, quién es Dios
Tal vez algunas personas tienen esa impresión de que en el Antiguo Testamento Dios es un dios vengador, que es duro, que castiga. Y esto es talvez un poco injusto con Dios, porque si hay algo que resalta especialmente en el Antiguo Testamento, es que Dios es misericordioso, o que Dios es muy paciente.
Muy paciente con ese pueblo Israel, que a veces se extravía como esa oveja de la que habla Jesús en una parábola. Y es que no se extravía una sola vez, se extravía muchas veces. Sin embargo, Dios no rompe su alianza con el pueblo de Israel.
A veces deja que aprendan un poquito. Y luego los recoge y les dice: “No me he olvidado de ti Israel”.
“¿Acaso una madre puede olvidarse del fruto de su vientre? Pues si una madre lo hiciera, pues yo no lo haré”
(Is 49, 15).
Y vuelve otra vez a salvar a ese pueblo, hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, envía a su propio Hijo: Dios se hace hombre.
El rostro del Padre
Y de este modo, Jesús trata de demostrarnos el rostro del Padre, ese rostro que es justamente misericordia. Por eso, qué bonito ese libro-entrevista del Papa Francisco “El nombre de Dios es misericordia” (12 de enero, 2016).
Y así, a ti y a mi nos es más fácil conocer a Dios, a través de Jesucristo que nos dice que Él es la luz.
“Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas”
(Jn 12, 46).
Esas tinieblas del pecado, esas tinieblas del error, en el que muchas personas viven, no porque sean malas personas, porque uno diga: “yo voy a ser una mala persona”. Yo creo que no existen personas así, o serian poquísimas. Es el error.
“Y por eso Tú, Señor, has venido para ser esa luz”. Y esto lo dice en los momentos últimos de su vida pública, en el que manifiesta ese amor infinito con el que ha venido al mundo para darnos la claridad, para mostrarnos el amor del Padre.
Tanto nos ama el Padre que envía a su propio Hijo, para que podamos tener ese gozo y esa paz que solamente Dios nos puede dar. Que las cosas de este mundo, por más buenas que sean, y también otras cosas que no son buenas, jamás nos podrán dar.
Uno puede tener todo el dinero del mundo y ser una persona infeliz; y uno puede ser la persona más pobre del mundo, o que a lo mejor está sufriendo mucho -talvez una enfermedad o una situación familiar- y al mismo tiempo ser una persona alegre, feliz. Gozo y paz.
Pues Jesucristo nos muestra quién es el Padre y para eso nos hace ver que Él es el Hijo. Esto le costará la vida: las autoridades judías que no creen en Él, a pesar de los milagros que ha hecho, lo juzgarán justamente porque se hace igual a Dios, porque se llama a sí mismo el Hijo de Dios.
Y en los pasajes del Evangelio vemos cómo el Señor demuestra su filiación divina. Él habla constantemente a los demás diciendo: “Mi Padre”. Incluso, es bonito ver cómo le dice Abba o Abbá, que es una forma cariñosa de los niños hebreos para referirse a su padre. Así le llama Jesús, ¡qué bonito es esto! Esto es algo nunca antes visto. Los judíos no se atrevían a llamar a Dios por su nombre, ni mucho menos padre. Utilizaban alguna palabra que remplazara el nombre de Dios, como Adonai o Elohim.
Y entonces viene Jesús y le dice Abbá, y esto desconcierta a todos. En cambio, a ti y a mí nos puede ayudar para que nuestro trato con Dios, nuestra relación con Dios, sea más estrecha; sea justamente eso: la relación de un padre con su hijo, o de un hijo con su padre. Y entonces alguno puede decir: “Oye, pero no cómo puedo yo sentirme hijo, porque realmente yo no me llevo bien con mi padre” -que puede pasar.
Hijo de Dios, con libertad
El Papa Francisco, en la exhortación Christus vivit, nos da una idea para que tú y yo podamos tratar más y mejor a Dios como un padre. Dice: “Quizás la experiencia de paternidad que has tenido no sea la mejor, tu padre de la tierra quizás fue lejano y ausente o, por el contrario, dominante y absorbente. O sencillamente no fue el padre que necesitabas. No lo sé. Pero lo que puedo decirte con seguridad es que puedes arrojarte seguro en los brazos de tu Padre divino, de ese Dios que te dio la vida y que te la da a cada momento. Él te sostendrá con firmeza, y al mismo tiempo sentirás que Él respeta hasta el fondo tu libertad.” (Christus vivit, pag. 67).
Es exactamente lo que hace Jesús: arrojarse a los brazos de su Padre. Le vemos en Getsemaní, en ese momento de abandono, en ese momento de dolor, de preocupación. Pesan sobre Él todos los pecados de la humanidad, lo que va a sufrir al día siguiente o ya desde esa noche.
Y, ¿qué hace? Recurre a su Padre, le dice: Abbá, Padre Tú todo lo puedes. Incluso le pide: “que pase ese cáliz,
[pero inmediatamente, como se arroja a los brazos de su Padre le dice] pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42).
Porque yo quiero complacerte, porque, además, lo que yo he venido a hacer es salvar a la humanidad que nos necesita -refiriéndose a la Trinidad, Él la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Y en esas palabras del Papa Francisco, hay algo que a mí me llamó particularmente la atención. Dice que: “Él te sostendrá con firmeza y al mismo tiempo sentirás que Él respeta hasta el fondo tu libertad”. Dios cuenta con nuestra libertad, o mejor dicho, Dios nos salva pero quiere que tú y yo aceptamos ese ofrecimiento de salvarnos. Ya nos ha salvado, pero quiere que tú y yo acudamos a Él, porque no nos puede imponer ni siquiera eso. Es tan fino Dios que respeta hasta eso.
Vienen a mi memoria esas palabras de San Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. (Sermo ad Populum 169, 11) Y éste “no te salvará sin ti” es lo que tú y yo ponemos cada día para volver a Dios.
Y pensemos, ¿yo qué hago cada día? Por ejemplo, esa contrición ante, ya no únicamente un pecado grave, sino ante esas pequeñas faltas de amor, eso descuidos, esos pecados veniales… ¿Inmediatamente sé pedir perdón a Dios, como un hijo que quiere complacer a su padre?
Vamos a pedirle a nuestra Madre santísima esa gracia de la conversión si a lo mejor necesitamos de una gran conversión, o será cuestión de unas conversiones constantes de cada día.