¿Qué es lo mínimo que esperas de un espejo? Que te refleje tal cual eres; no que te mejore o que te empeore (porque eso no sería la verdad) sino que te refleje tal cual eres.
Nosotros somos como un espejo, así nos lo dice san Pablo en la Primera Lectura de hoy:
“Nosotros que, con el rostro descubierto reflejamos la gloria del Señor como un espejo, nos vamos transformando en su imagen cada vez más gloriosa: conforme a la acción del Espíritu Santo”
(2Cor 3, 18).
¡Están padres estas palabras de san Pablo! Son de las palabras difíciles; san Pablo tiene de repente unas cosas bien difíciles de entender, ya lo decía san Pedro también en una de sus cartas. (Qué chistoso verdad, que entre ellos se tiraron un poco de carrilla sana. Está muy bien).
Pues esta es una de las palabras difíciles:
“con el rostro descubierto reflejamos la gloria del Señor”.
¿Qué quiere decir eso? Está haciendo referencia a un pasaje del Antiguo Testamento cuando Moisés hablaba con Dios en el Monte Sinaí; hablaba con Dios como con un amigo.
Bajaba de la montaña al campamento de los israelitas y Moisés traía el rostro radiante; le brillaba el rostro (y no precisamente por la grasa de la frente) por la gloria de Dios.
Brillaba y la gente se asustaba. Decían: “¿Qué pasa aquí?” Pues Moisés tenía que cubrirse el rostro para no apantallar a los israelitas.
SER FIELES
Así dice san Pablo:
“Nosotros con el rostro descubierto reflejamos la gloria del Señor”,
(así como Moisés reflejaba la gloria del Señor después de hablar con Él).
“reflejamos la gloria del Señor como un espejo, nos vamos transformando en su imagen cada vez más gloriosa: conforme a la acción del Espíritu del Señor”.
Lo que se espera de un reflejo es que sea fiel, que refleje lo que es.
Preparando esta meditación busqué algunos cuentos sobre espejos y me encontré con uno de un espejo que era travieso y que no reflejaba lo que era, sino que siempre se estaba burlando de su dueño y le reflejaba cualquier capricho hasta que el dueño se enojó y decidió acabar con él.
Nosotros hemos de ser fieles y para eso podemos pensar en las características que tiene un espejo.
Un espejo tiene profundidad, por eso ponen espejos en los ascensores para que dé sensación de amplitud, para que no te dé claustrofobia estando dentro de ese espacio tan reducido. Además, si hay mucha gente te puedes sentir muy incómodo.
Para eso están los espejos, para que te den amplitud y también para que te entretengas un poquito ahí arreglándote el copete antes de ir a trabajar; dándote un último retoque en el maquillaje.
Ahí también te puedes inquietar menos, desesperar menos, en lo que llega el ascensor (si hay un espejo también fuera del mismo, que a veces se encuentran).
BALDUINO DE CANTORBERY
El espejo tiene profundidad y así también nosotros tenemos profundidad, tenemos interioridad, tenemos un mundo interior: pensamientos, imaginaciones, anhelos, deseos, experiencias, miles y miles de recuerdos, algunos agradables, otros no tanto…
Todo eso debe ser de Cristo, debe estar el Señor presente ahí porque eso es lo que nos dice san Pablo:
“Nos vamos transformando en Él. Transformando en su imagen conforme a la acción del Espíritu Santo”.
“Señor, que seamos dóciles a tu acción en nosotros, para que nos transformemos cada vez más en Cristo”.
Cosa nada fácil, imposible para nosotros, pero posible para Dios; es más, para nosotros es dificilísimo porque ni siquiera nosotros nos conocemos bien.
Hace poco me encontré con unas palabras de Balduino de Cantorbery -obispo- donde habla precisamente de ese desconocimiento que tenemos de nosotros mismos. Te leo un pequeño párrafo:
“El Señor conoce, sin duda alguna, todos los pensamientos y sentimientos de nuestro corazón; en cuanto a nosotros, solo podemos discernirlos en la medida en que el Señor no lo concede.
En efecto, el espíritu que está dentro del hombre no conoce todo lo que hay en el hombre y en cuanto a sus pensamientos, voluntarios o no, no siempre juzga rectamente. Y, aunque los tiene ante los ojos de su mente, tiene la vista interior demasiado nublada para poder discernirlos con precisión”.
(Tratado 6: PL 204, 466-467)
EL ESPÍRITU SANTO NOS AYUDA A ABRIR EL CORAZÓN
Efectivamente, así somos nosotros. Tenemos la experiencia de que ni nosotros nos conocemos bien a nosotros mismos. Necesitamos la Luz de Dios, la ayuda del Espíritu Santo, necesitamos dejar que la imagen de Cristo entre a nosotros, para empezar.
Si la queremos reflejar, necesitamos recibirla antes, buscarla, conocerla, leer el Evangelio, hacer oración, ponernos delante del Sagrario donde está Jesús, “donde Tú estás Señor ahí esperándonos. Estás ahí vivo y con una cantidad de gracias que nos quieres comunicar.
Hoy terminamos la octava del Corpus Christi que hemos estado celebrando en estos días adorándote presente en la Eucaristía”. Mañana celebramos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
En el corazón de Jesús hay infinitos tesoros de amor para nosotros, por eso es importante ponernos frente a ese corazón de Jesús sacramentado para que esa imagen de Dios, de Cristo, entre en nosotros y, entrando en nosotros, podamos reflejarla; pero primero tiene que entrar.
El Espíritu Santo nos ayuda para abrir el corazón, para que su Luz vaya entrando cada vez más en nosotros y se vaya disipando esa vista interior nublada de la que nos habla Balduino de Cantorbery.
Que nos dé Luz y podamos, con sinceridad, descubrir las cosas que no van en nosotros; las suciedades que hay en este espejo, porque si un espejo está sucio, no puede reflejar con fidelidad la imagen.
SER SANTO
Con el Espíritu Santo yo puedo descubrir esas suciedades que hay en mí que no van, cosas que hay que pedirle perdón a Dios, pecados que hay que confesar, malas tendencias que hay que ir desterrando de nuestra vida a través de la lucha por las virtudes con la gracia de Dios.
Pensamientos que hemos de ir quitando de nuestra mente, imágenes que quitar de nuestra mente porque sobran.
Dice san Josemaría:
“Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo”
(San Josemaría, Forja punto 10).
Pues es esa misma idea: “Parecernos a Ti, ser otros Cristos, “ser el mismo Cristo” -como le gustaba repetir también a san Josemaría: “Ser el mismo Cristo”, transformarnos con la ayuda del Espíritu Santo conforme a la acción del Espíritu Santo en su misma imagen”.
“Señor, ayúdanos a abrirte nuestra alma; a reflejarte fielmente también para -como leíamos hace un par de días en el Evangelio: ser luz para los demás:
“Ustedes son la sal de la tierra (…). Ustedes son la luz del mundo”
(Mt 5, 13-14).
Si te escuchamos y dejamos que tu imagen entre en nosotros y la podamos reflejar, entonces sí que seremos luz y seremos sal para el mundo.
Madre nuestra, tú eres también imagen de Jesús; más bien, Jesús tomó imagen de ti, tomó carne de ti (¡qué maravilla ese misterio!), te pedimos que nos ayudes a saber abrir nuestra alma a la acción del Espíritu Santo para reflejar cada vez con más fidelidad la imagen de tu Hijo.