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ESTÁS HECHO PARA EL CIELO

eterno

¿HACIA DÓNDE VA NUESTRA VIDA?

Señor, nuevamente el Evangelio de hoy es un mensaje de esperanza y de optimismo, aunque de entrada no lo parezca.

Hoy tenemos que agradecerte porque con recordatorios como el del Evangelio de hoy, nos haces ver que tenemos la tendencia del avestruz a meter la cabeza en la tierra y a olvidarnos tontamente del cielo.

Y estamos hechos para el cielo…

Hoy escuchamos atentos a esa parábola del hombre que tenía muchas posesiones y lo que le quitaba el sueño era cómo tener cada vez más.

Sus tierras habían producido una gran cosecha (cosa que no es para nada malo), y evidentemente, este hombre puso los medios para que no se perdiera esa cosecha (cosa que tampoco es mala).

Pero la historia empieza a hacer aguas cuando vemos lo que este pobre hombre tiene en la cabeza. Era un hombre rico materialmente pero pobre de ideas y se decía así mismo:

“… alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.

(Lc 12, 19)

“Jesús con la parábola de hoy nos interpelas, yo creo que, del mismo modo, como lo hiciste con el joven rico y nos preguntas: ¿Hacia dónde apunta ahora mismo tu vida? Todo eso que crees tener de valioso, ¿son un fin en sí mismos o un medio para llegar al cielo? ¿dónde tienes puesto el corazón?”

ACERCARNOS A DIOS

En el caso del joven rico, el fracaso de su proyecto de vida es dolorosamente rotundo, porque cuenta el evangelista que aquel joven se dio cuenta y se marchó triste porque le faltó humildad para rectificar.

Tuvo delante de sí la posibilidad de ganarse el cielo y la perdió – Señor, es que te tenía delante y no se cuenta-, pero la soberbia pudo más.

He allí el motivo de su soberbia, el motivo de su tristeza: un corazón que se da cuenta de la oportunidad de oro que se le escapa. Y, yo creo, que una tristeza similar debió sentir el protagonista de la parábola de hoy al escuchar que Dios le dijo:

“Necio, esta noche te van a reclamar el alma, ¿y de quién será lo que has preparado?”

(Lc 12, 20)

Pensó que la oportunidad de ser feliz estaba en la seguridad del dinero y se le escapó de las manos.

En la parábola de hoy es evidente que, este pobre hombre;  tenía la esperanza puesta donde no era, el error de aquel hombre estuvo en poner la felicidad en las cosas que él pensaba que eran seguras y no lo eran (en este caso concreto: en la acumulación de bienes materiales) y deberíamos escarmentar también nosotros en cabeza ajena…

“Tú, Señor, les propones esta parábola a estos que se estaban peleando por una herencia;  pero también ese disparo nos pasa muy cerca a nosotros.”

Es natural que queramos tener seguridades, pero no vaya a ser que esas seguridades sean más bien como un salvavidas de plomo. No siempre, nuestras seguridades, son seguridades por bienes materiales.

DIOS ES MISERICORDIA

Vamos a pensar un momento en qué cosas que no son necesariamente malas, pero que no nos llevan a Dios;  si nos las quitan, nos tambaleamos peligrosamente.

Se me ocurre, por ejemplo: los bienes académicos, bienes intelectuales, bienes sociales, es que yo tengo simpatía, yo tengo don de relacionarme, yo tengo el arte de caer siempre de pie;  es que yo tengo prestigio profesional o prestigio social, yo tengo contactos importantes, etc.

En el fondo, son seguridades en esta vida que, en el momento de nuestra muerte, ese momento en el que tendremos que cruzar esa cortina, si esas cosas, esas seguridades no nos acercaron a Dios;  van a ser motivo de mucho sufrimiento porque nos separaron de Él.

Una vez en el colegio se me acercó un muchacho y me hizo una de esas preguntas de manual: “Padre, si Dios es la bondad máxima, ¿por qué creó el infierno?”. En el fondo, la pregunta de este muchacho era: Padre ¿por qué si Dios es bueno, manda personas al infierno?

Debería ser tan bueno que no exista infierno, debería ser tan bueno que todos pudiésemos llegar porque Dios es la bondad, es la misericordia máxima.

Y tú qué haces este rato de oración conmigo, seguramente sabrías responderle a este muchacho, la respuesta es: precisamente porque Dios es la máxima bondad.

Su bondad es tan grande, que nos creó para que fuésemos felices con Él para toda la eternidad. Es tan bueno, que para que disfrutemos al máximo ese don, nos ha dado la libertad para amarlo.

EL REINO DE DIOS

El profeta Isaías nos adelanta un poco de cómo va a ser este momento final de la historia, este momento de la instauración definitiva del Reino de Dios, en el que se habla de nueva creación (cfr. Rm 8,18-21), cuando se cumpla la consumación de ese Reino de Dios y la imagen es muy bonita, porque dice:

“La vaca y la osa pacerán, y sus crías se recostarán juntas. El león comerá paja como el buey. Un niño de pecho jugará sobre al agujero de la cobra, y el recién destetado extenderá su mano sobre el escondrijo de la víbora.

No harán daño ni destruirán en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar.”

(Is 11,7-9).

La imagen es muy bonita, es una imagen de paz, es una imagen en la que todo el mundo, toda la creación goza. Yo no te aseguro que allá, en ese momento final, te reencuentres con firulais, con el michis o con el pelusitas.

No sé si vas a coincidir con tu mascota, pero en todo caso, al no ser criaturas libres, por mucho que muevan la cola de alegría, nunca podrán alcanzar esa posibilidad de ser felices como nosotros; porque no han recibido la capacidad de amar libremente a Dios como nosotros.

LA LIBERTAD

Dios es tan bueno, que nos ha regalado la posibilidad casi infinita de disfrutar en el cielo porque con nuestra libertad podemos amarlo casi infinitamente como ninguna otra criatura.

Pero nuestra amiga “la libertad” es un arma de doble filo. El infierno existe porque la bondad de Dios quiso darnos la posibilidad de disfrutar al máximo del cielo y para eso, debíamos ser libres.

No hay un infierno, por ejemplo, para los animales porque ellos no son libres; pero por eso, precisamente ellos se pierden esa capacidad de disfrutar del cielo como nosotros podemos hacerlo.

Y aquí está la respuesta que seguramente, tú y yo, le daríamos a ese muchacho: Dios no manda a nadie al infierno, sino que Dios lo que hace básicamente es que al momento de nuestra muerte multiplica, vamos a decir, por infinito esa decisión libre que hemos hecho ya aquí en la.

Amar a Dios

Quien aprendió a amar a Dios y sus mandamientos aquí en la tierra, sobre todas las cosas, cuando llegue el momento de la muerte, pues Dios multiplica esa capacidad de amar aquí en la tierra y resulta que puede hacerlo en el cielo; seguirá amando a Dios por toda la eternidad, para siempre, para siempre, para siempre…

En cambio, quien prefirió amar el propio placer, la propia imagen, los bienes materiales, las propias seguridades pasajeras, las pequeñas compensaciones humanas por encima del amor de Dios, quien prefirió la vanagloria… en el fondo no aprendió a amar a Dios en esta tierra.

Y de nuevo, al momento de la muerte, vendrá esa multiplicadora por el infinito y como su corazón no estuvo preparado aquí en la tierra para amar a Dios -libremente no decidió hacerlo-, pues su corazón tampoco estará preparado para amar a Dios en la eternidad. En eso consiste el inferno, en un estado en el que no se puede amar a Dios y por eso se sufre muchísimo.

NOS HICISTE PARA EL CIELO

Nuestras decisiones en esta vida van preparando o por el contrario van atrofiando el corazón para amar o no por toda la eternidad.

“Señor Jesús, perdóname porque creo que me enrollé demasiado con esta idea, pero te damos gracias porque este Evangelio de hoy es para nosotros un despertador: Tú nos hiciste para el cielo, pero tenemos que prepararnos para amarte allá, aprendiendo a amarte acá.

Que en este rato de diálogo sincero contigo nos ayude a hacer examen de nuestra vida y cambiar radicalmente para apuntar alto. ¡Tenemos que apuntar alto! No nos podemos conformar con nada menos que el cielo, esa es nuestra meta.”

Parafraseando a san Pablo, ojalá pudiésemos llegar a decir:

“¿Quién nos separará del amor de Cristo en el cielo (y ya en la tierra)? ¿El dinero? ¿Los placeres? ¿El amor propio? ¿El orgullo? ¿La vanidad? Para quien ama a Dios, ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.”

(cfr. Rm 8,35-39).

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