DIOS ELIGIÓ A MARÍA
Celebramos hoy la solemnidad de la Anunciación a María, la Encarnación del Verbo, y leeremos el pasaje de San Lucas que nos presenta la liturgia en la misa de hoy, donde se narra ese hecho; que se puede decir que es el hecho más maravilloso, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los hombres y el acontecimiento más trascendental de la historia de la humanidad.
“A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. La Virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
–Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba ¿Qué saludo era aquel? El ángel le dijo:
–No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y se llamará Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin.
María le dijo al ángel:
–¿Cómo será eso, pues no conozco varón?
El ángel le contestó:
–El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Y ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez ha concebido un hijo y ya está de seis meses, la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.
María contestó:
–He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y la dejó el ángel.”
(Lc 1, 26-38)
Con gran sencillez, narra San Lucas este gran acontecimiento. Al mismo tiempo, pues con cuánta atención, reverencia y amor hemos de leer estas palabras del Evangelio. Casi que deberíamos hacerlo de rodillas. Palabras que muchas veces decimos al rezar piadosamente el ángelus, cada día, o contemplando el primer misterio gozoso del Santo Rosario. Gabriel, el arcángel, es el mensajero de la Encarnación de Dios.
Llama a la puerta de María y a través de él, Dios mismo, pide a María su sí a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor, de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.
Sorprendente que Dios haya querido nacer de una Madre Virgen. Así lo había anunciado siglos antes, por medio del profeta Isaías. Desde toda la eternidad, Dios la eligió, a María, y la señaló como Madre, para que su hijo único tomase carne y naciese de ella, la plenitud dichosa de los tiempos.
En tal grado la amó, por encima de todas las criaturas, que sólo ella se complació con señaladísima complacencia. Lo dice una encíclica del Papa. Ese privilegio de ser virgen y madre al mismo tiempo, concedido por nuestro Señor, es un don divino, don admirable, singular. Dios, tanto engrandeció a la Madre en la concepción y el nacimiento del Hijo, que le dio fecundidad y la conservó en perpetua virginidad, como dice el catecismo romano.
LA LLENA DE GRACIA
“Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo”
dice el mensajero de Dios, el arcángel.
Modo de revelar esa profunda identidad de María, el nombre con el que Dios mismo la conoce, llena de gracia. Una expresión que nos resulta tan familiar desde la infancia, pues lo pronunciamos cada vez que rezamos el Ave María. Eso nos explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una singular predilección por parte de Dios, que en su designio eterno, la escogió para ser Madre de su hijo hecho hombre y, por consiguiente, ella está preservada del pecado original.
La inmaculada, la llamamos, concebida sin pecado original. Por eso, el ángel se dirige a ella con este nombre que, implícitamente, significa: “colmada desde siempre, del amor de Dios, de su gracia.”
LA ESCLAVA DEL SEÑOR
La respuesta de María es una frase breve, que no habla ni de gloria, ni de privilegio, sino solo de disponibilidad y servicio. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.”
Ella no se exalta frente a esa perspectiva de convertirse en la Madre del Mesías, sino que permanece allí modesta y expresa, con esas palabras, la propia adhesión al proyecto del Señor que tiene con ella. Humilde, modesta, se queda como siempre.
Ese contraste, que nos hace entender, que María es verdaderamente humilde y no trata tampoco ni de exponerse, reconocer ser pequeña delante de Dios y está contenta, además, de ser así.
Al mismo tiempo, es consciente de que su respuesta depende la realización del proyecto de Dios. Proyecto de Dios que nos asombra, depende de una respuesta libre de una jovencita, casi adolescente y que, por tanto, ella está llamada a adherirse con todo su ser y así lo hace.
El momento en que Nuestra Señora conoce, con claridad, la vocación a la que Dios la había destinado desde siempre. Después, el arcángel la tranquiliza y le dice:
“no temas, María”
le está ayudando a superar ese temor inicial que, de ordinario, se presenta en toda vocación divina.
El hecho de que le haya ocurrido a la Santísima Virgen, nos indica que es una reacción natural, ante la grandeza de lo sobrenatural.
La fe de María, en la palabra del arcángel, fue absoluta. No dudo, como hizo después Zacarías. Zacarías, en lugar de mirar al cielo en la omnipotencia de Dios, se fijó en sí mismo y por eso dudó. La actitud de nuestra madre es opuesta. Ella no se mira a sí misma, sino que se fía en el Señor.
La pregunta de la Virgen, “¿de qué modo se hará esto?”, expresa su prontitud para cumplir la voluntad divina, ante una situación que parece, a primera vista, algo contradictoria. Por un lado, ella tiene la certeza de que Dios le pedía conservar la virginidad. Por otro lado, también de parte de Dios, se le anunciaba que iba a ser madre. Las palabras inmediatas del arcángel, le declaran ese misterio, designio divino que hay para ella. Lo que parece imposible según las leyes de la naturaleza, se explica por una singularísima intervención de Dios.
Que nos sirva también a nosotros. ¿Cuántas veces vemos nuestras fuerzas limitadas, múltiples necesidades? y tendríamos, también, que elevar la mirada al cielo como ella.
Y una vez conocido el designio divino, nuestra Señora, se entrega a la voluntad de Dios con obediencia pronta, sin reserva. Se da cuenta de la desproporción entre lo que va a ser; la Madre de Dios y, lo que es; una mujer. Sin embargo, Dios lo quiere y nada es imposible para Él. Por esto, nadie es quien para poner dificultades al designio divino.
Juntándose en María, esa humildad y obediencia, pronunciará el “Sí” a la llamada de Dios con esa respuesta perfecta:
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra”
Como nos hace considerar San Josemaría, en el primer misterio gozoso del Santo Rosario, “al encanto de estas palabras virginales, el verbo se hizo carne.”