EN LA VÍSPERA
Hoy, sábado, nos encontramos en las vísperas; un día previo a esa gran fiesta que es Pentecostés. Y durante toda esta semana hemos leído el Evangelio según san Juan. Hemos leído el discurso del Señor en la Última Cena, sobre todo, en el que hace referencia al Espíritu Santo. Y es como que una y otra vez, la Iglesia nos ha querido recordar que esperamos el Espíritu Santo.
En la lectura del Evangelio de la misa de hoy, nos encontramos con el final de este Evangelio, del cuarto Evangelio según san Juan. En el que Jesús se aparece a Sus discípulos, una vez más, cuando ellos estaban pescando, vuelto a sus ocupaciones ordinarias cotidianas.
Y entonces Jesús se aparece, ellos están en la barca todavía en el mar, en el lago y al reconocerle, Pedro se lanza, va hasta la orilla, llegan los otros y se arma una reunión. Y están con el Señor, comen. Y luego, después de la comida, Pedro, nos dice san Juan, que está conversando con Jesús; así como tú y yo estamos conversando con Jesucristo.
Pues se da cuenta que hay alguien que los sigue y es san Juan, el hijo de Zebedeo, el discípulo a quien Jesús amaba (que es como él se autodenomina).
Y entonces Pedro le dice, volviéndose a ver a Juan y dice al Señor:
“¿Y éste qué?”
(Jn 21, 21)
Y entonces, el mismo san Juan nos da un poquito de contexto sobre este, sobre ese discípulo amado. Nos dice que:
«Es aquel mismo que en la cena se había apoyado en el pecho del Señor y le había preguntado: «¿Señor, quién es el que te va a entregar?»»
(Jn 21, 20)
COMO SAN JUAN
Quería detenerme en estas palabras de san Juan que nos retrotraen a la Última Cena. En ese gesto tan bonito, se entiende también que se puede apoyar en el pecho del Señor por el modo como ellos tenían dispuesto el comedor (no se sentaban en sillas como las nuestras, sino más bien en una especie de sillas en las que uno se echaba).
Y entonces san Juan, que tiene mucha confianza con el Señor, se apoya un poco en el pecho de Jesús y le pregunta lo que nadie se atrevía a preguntarle. Por ese momento tal vez un poco incómodo, por esa revelación tan difícil que Jesús les ha dado, de que alguien va a traicionarles.
Solamente él, Juan, el que tiene tanta confianza, a quien Jesús quiere mucho, tiene ese «atrevimiento»; pero justamente por la confianza.
ME APOYO EN TI SEÑOR
Pensaba Señor, que es un buen ejemplo a seguir para nosotros que somos tus discípulos, que somos tus amigos. Que también queramos apoyarnos en Tu pecho. Que es justamente lo que hacemos ahora, en este rato de oración, es apoyarnos en Ti, como los amigos.
Cuando dos amigos, esos buenos amigos, esos amigos que se quieren, uno de ellos tiene algún problema, cuando quiere también que lo escuchen, cuando quiere simplemente compartir una alegría, llama a aquel amigo y le cuenta: – mira lo que me ha pasado, mira el problema que tengo o mira lo que he ganado -.
Pues así, tú y yo, cada vez que hacemos oración hacemos como san Juan o es lo que debemos hacer, es a lo que debemos aspirar, apoyarnos en el pecho del Señor o simplemente mirarle y Él nos va a escuchar. Él está siempre dispuesto a escucharnos. Y para eso nos pide esa sencillez, como la de san Juan, que no tiene ningún problema en hacer eso, apoyarse en Su pecho y preguntarle.
¿POR QUÉ ME QUIERES TANTO?
Y así, tú y yo también como niños, debemos hacerle estas preguntas. Esas preguntas que están en nuestra cabeza, que giran a veces al ver tanto dolor, tanto sufrimiento o simplemente decirle: “Señor ¿Por qué me quieres tanto? Que es otra gran pregunta. Señor ¿Por qué nos amas tanto? ¿Por qué te has entregado así por nosotros?”.
Imitemos a san Juan, para que tú y yo también seamos esos discípulos amados del Señor. Tenemos defectos, tenemos pecados -como los apóstoles-, pero eso no era obstáculo para que Jesús los amara.
Entonces, continúa la escena, nos dice que Pedro pregunta esto al Señor:
“¿Y éste qué? Jesús le dice: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”
(Jn 21, 21-22)
Y nos cuenta un rumor que se extendió, de que san Juan no iba a morir. Y entonces viene el final del Evangelio, nos dice que él es el discípulo, Juan, el que da testimonio de todas esas cosas. Y nos da un último detalle:
“Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir”
(Jn 21, 25)
TÚ AMOR NO CABE EN UN LIBRO
Y es que, esta es una gran revelación. Todo lo que hizo y lo que dijo nuestro Señor, es mucho mayor que lo que los apóstoles -los evangelistas- nos han transmitido. Pero no quería quedarme únicamente en el número o la cantidad de hechos y dichos del Señor, sino sobre todo, en el amor de Dios.
El amor de Dios no cabe en un libro. No hay palabras para explicarlo, es algo muy grande. Por eso también, decía antes que nos podemos hacer esa pregunta o le podemos hacer esa pregunta al Señor: Señor ¿Por qué me amas tanto? pues no hay modo de explicarlo.
EL AMOR, DON DEL ESPÍRITU SANTO
Es algo inefable, no podemos encerrarlo o traducirlo a nuestros esquemas. Ni siquiera en el esquema del amor humano, que ya es muy grande. Y tal vez para eso tendríamos que pedirle al Espíritu Santo ese amor, que es uno de los frutos del Espíritu Santo.
Pedirle, ya que estamos en las vísperas de Su fiesta, que nos enseñe a amar, que nos empape de ese amor de Dios, que nos hable de ese amor a Dios. Sin olvidar que el amor no es una cosa abstracta; que lo escuchamos muchas veces, se utiliza mucho este término, esas palabras y dan la impresión que ha perdido su fuerza.
Sin embargo, Dios nos ha dejado un ejemplo de lo que es el amor. El amor que está en las cosas concretas. Y de hecho, además de toda la obra de la redención de Jesucristo, que ha muerto en la Cruz por nosotros, también tú y yo que estamos haciendo este rato de oración, hablando con el Señor, tenemos nuestra historia.
LA GRANDEZA DE TU AMOR
Encontraremos tantas cosas que decirle al Señor, tantas anécdotas o la historia de nuestra vida en la que se ha manifestado el amor de Dios. Y pensemos cómo se lo retribuimos. Nunca le vamos a pagar todo lo que Él ha hecho por nosotros, pero si en el día a día le manifestamos ese amor.
Amor que también se desborda ¿en quienes? En las demás personas con las que vivimos. Pensemos cómo tratamos a los demás: en nuestra familia, nuestros amigos, en nuestra escuela, universidad, en nuestro trabajo, en nuestro barrio… Que a lo mejor simplemente nos podamos saludar de lejos, guardando la distancia.
Decía San Clemente Romano:
“¿Quién será capaz de explicar debidamente el vínculo que el Amor Divino establece? ¿Quién podrá dar cuenta de la grandeza de su hermosura?
El amor nos eleva hasta unas alturas inefables. El amor nos une a Dios. El amor cubre la multitud de los pecados. El amor lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia…”
Y así continúa parafraseando el Himno de la Caridad de san Pablo.
DÍA A DÍA
Pues sí, el amor tiene algo inefable, tiene una hermosura que nos supera. Pero también lo expresamos cada día. A veces será con un beso, con un abrazo, con una mirada, con una sonrisa, con palabras…
También con servicios, con ese querer ayudar a los demás y olvidarnos un poquito más de nosotros mismos y eso nos hace felices. Y vemos a Jesús resucitado ¡Feliz! que se aparece a Sus discípulos, porque se ha entregado enteramente por toda la humanidad, por ellos, porque los ha guardado.
Así, tú y yo, cada día cuando nos gastamos por los demás, cuando nos gastamos por Dios, vamos a ser felices.
Pidámosle a María santísima, ella, esclava del Señor que no hizo más que seguir la voluntad de Dios, que nos enseñe el secreto de esa felicidad que es estar con Jesucristo.