Se me venía a la mente la siguiente frase: “La sangre que corre por mis venas…” Y pensaba cómo se sienten orgullosas las personas al poder nombrar entre sus antepasados a grandes personajes, a personas ilustres o, aunque sea, más o menos conocidas. Es normal. Yo creo que es bueno saber valorar las cosas buenas de quienes nos han precedido. Honra a quien honra merece.
Ahora, ¿es esa la sangre que corre por tus venas? ¿Qué sangre corre por tus venas…? ¿No podríamos decir Jesús que es tu sangre la que corre por nuestras venas…? Pienso que sí. Es más, después de tantas comuniones ya la transformación debería ser completa…
“Así como Él, al venir al pan, realiza la transformación de todo el pan, sin que quede nada de su sustancia, ¿no sucederá que nuestra alma poco a poco va cambiándose en el Alma de Cristo, nuestra sangre en la suya y nuestro cuerpo acabe transformado en las células del Hijo de Dios?”
(Treinta y Tres Oraciones para Después de Comulgar, Ricardo Sada Fernández).
Piénsalo…
Hay un cáliz con el que he podido celebrar algunas misas que, en la base por la parte de abajo, tiene escrita las siguientes palabras de san Josemaría:
“Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo”
(Es Cristo que pasa, n.80).
A mí me gusta…
Es que no hay nada que se pueda oponer… ni la debilidad humana, ni la tentación diabólica, ni la persecución…: esas persecuciones en las que tantos hermanos nuestros santos se han dejado la vida, derramado su sangre, confesando su fe en Ti, Señor.
¡Con qué orgullo puedo yo decir que es su sangre y la tuya Señor la que corre por mis venas! Y entiendo perfectamente aquellas otras palabras de san Josemaría:
“Te quedaste muy pensativo al oírme comentar: quiero tener la sangre de mi madre la Iglesia; no la de Alejandro, ni la de Carlomagno, ni la de los siete sabios de Grecia”
(Surco 365).
¡Pues sí! ¡Santamente orgulloso de pertenecer a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, esta familia sobrenatural en la que nos han precedido grandes hombres y mujeres! Han derramado su sangre que se ha mezclado con la de Cristo y ahora corre por nuestras venas.
SAN JENARO
Uno de ellos es al que celebramos hoy: san Jenaro. El nombre, hoy por hoy, me parece no es tan común. Es como llamarse enero (como el mes). La verdad es que el nombre de este mes viene del latín Januarius. El mes de enero estaba consagrado al dios pagano Jano (en latín se dice Janus).
Cuando a alguien le ponían el nombre en honor de este dios pagano lo nombraban Jenaro o Januario. Pues resulta que así le pusieron sus padres. Y Jenaro no fue un simple pagano, sino un gran santo.
“Se sabe que fue obispo de Benevento (cerca de Nápoles). Durante la persecución organizada por el emperador romano Diocleciano, Jenaro fue hecho prisionero junto a un grupo de compañeros cristianos y luego sometido a terribles torturas.
San Jenaro y sus amigos se negaron a renegar de la fe a pesar de los maltratos, razón por la que fueron condenados a muerte. Primero, se les intentó quemar vivos en el horno; después, se les arrojó a las fieras -los leones solo rugieron y no se les acercaron-; por lo que en las dos ocasiones todos salieron ilesos. Entonces, se decidió que fueran decapitados.
El obispo y sus acompañantes fueron ajusticiados y enterrados. A lo largo de varios siglos, las reliquias de este santo fueron trasladadas por diferentes partes de Italia hasta que finalmente regresaron a Nápoles en 1497, donde permanecen hasta hoy.
Lo que se preserva de él es una ampolla de vidrio donde se guarda un coágulo de sangre (exactamente, una masa de sangre seca) que en algunos días especiales del año se hace líquida. A este fenómeno se le denomina ‘licuefacción’.”
Allí lo tienes: la sangre que corre por mis venas, por tus venas. La de los santos unida a la de Cristo. Lo impresionante es que este prodigio, de san Jenaro de su sangre, se sigue dando. Hasta lo puedes buscar en YouTube, si quieres.
UN GRAN PRODIGIO
“Aunque muchos cuestionan el hecho, nadie ha podido explicar con certeza cómo es que se produce este fenómeno. La sangre de San Jenaro se vuelve líquida en tres oportunidades a lo largo del año: el día en que se conmemora la traslación de sus restos a Nápoles (cada sábado anterior al primer domingo de mayo);el día de su fiesta litúrgica (cada 19 de septiembre, como hoy) y el día en el que sus devotos agradecen su intercesión para amainar los efectos de la erupción del Vesubio, que tuvo lugar el 16 de diciembre de 1631.
En cada uno de estos días, el obispo de la ciudad o un sacerdote en su representación, presenta el relicario con la sangre, de pie, frente a la urna que contiene la cabeza del santo. El acto se realiza siempre en presencia de los fieles. Pasado un lapso de tiempo, quien preside la liturgia alza el relicario, lo vuelve de cabeza y, en ese momento, la masa de sangre se torna líquida.
Cuando la sangre no se ha licuado, los napolitanos interpretan el hecho como augurio de desgracias”
(cfr. https://www.aciprensa.com).
Son un poco así los napolitanos…así parece, eso es lo que he escuchado yo… No tiene porqué ser exactamente así, un augurio de desgracias, pero bueno… a veces la gente se vuelve un tanto catastrófica…
¡CONVERTIRNOS MÁS!
En el año 2015, mientras el Papa Francisco se reunía con los religiosos, sacerdotes y seminaristas en Nápoles, la sangre del santo se licuó. El Papa dio la bendición con la reliquia. Cuando la recibió, la sangre estaba sólida. Al devolver el relicario el arzobispo de Nápoles lo miró y dijo:
“Se ve que San Jenaro ama al Papa, pues la sangre se ha licuado ya a medias”.
Pero el Papa Francisco le quitó importancia; o sea se quitó importancia a él mismo y simplemente dijo:
“Se ve que el santo nos quiere solo a medias. Tenemos que convertirnos más”.
Porque se había licuado a medias todavía…
Independientemente de prodigios de este tipo, no te olvides: lo que tenemos que hacer es lo que decía el Papa: convertirnos más.
Y eso lo hacemos haciéndonos más como Cristo, siendo otro Cristo, el mismo Cristo. ¿Cómo conseguirlo? Uniéndonos a Él en la Eucaristía, comulgando devotamente.
Como decía un gran santo refiriéndose a la Eucaristía: “tú me concedes que el templo corruptible de mi carne se una a tu carne santa, que mi sangre se mezcle a la tuya”.
Díselo cuando comulgues:
“En mi vida vives, en mis venas bulle tu sangre, en mis latidos late tu Corazón. (…) En mí percibo el calor de tu presencia y es tu Sangre la que hoy corre por mis venas”
(Treinta y Tres Oraciones para Después de Comulgar, Ricardo Sada Fernández).
Cuando seamos dóciles a la gracia, cuando no pongamos obstáculos al obrar de Cristo en nosotros, “a esa unión que tú deseas Señor”, podremos ser esa lámpara encendida que ilumina a los que tiene a su alrededor a la que haces referencia en el Evangelio de hoy. Y será así no por nosotros, no por nuestros méritos, sino por Ti, por tu sangre que corre por nuestras venas…
Madre nuestra, que sea así, de manera que tú puedas ver eso en nosotros, a tu Hijo, tan, tan, tan identificados con tu Hijo que notes cómo su sangre corre por nuestras venas.