MADRE DE TODOS LOS HOMBRES
La liturgia de la Iglesia nos presenta hoy una memoria que es: la Maternidad de la Virgen María en la Iglesia, Virgen María, Madre de la Iglesia, que nos recuerda que ella es Madre de todos los hombres y, especialmente, de los miembros del cuerpo místico de Cristo. Que todos somos los cristianos, que ella es madre de Jesús también por la Encarnación.
Así nos lo confirmó el Señor desde la Cruz antes de morir al apóstol San Juan. El discípulo la acogió como madre y es porque la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento fundamental, un elemento intrínseco de la piedad, del culto cristiano, porque así cumplimos también aquella profecía, la misma Virgen en la oración del Magníficat que dijo:
“Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones”. (Lc 1, 48)
SENTIDO MATERNO
Y por eso, el Papa Francisco, un par de años atrás, consideró que esa devoción incrementa el sentido materno de la Iglesia en todos los fieles, así como corresponde una genuina piedad Mariana. Y estableció que la memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita, como ha sido, en el calendario universal romano el lunes siguiente después de Pentecostés y que se celebre cada año.
Se puede decir que estaba ya, de alguna manera, presente esta advocación de la Virgen, Madre de la Iglesia, en el sentir de todos lo cristianos. Algunos padres, San Agustín, San León Magno, pues ya lo decían: “María es Madre de los miembros de Cristo porque ha cooperado”, decía San Agustín, “con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia”. Y el Papa León Magno:
“El nacimiento de la cabeza es también el nacimiento del cuerpo”.
Indica que María es, al mismo tiempo, Madre de Cristo, Hijo de Dios y Madre de los miembros de su Cuerpo Místico; es decir, la Iglesia. Bien, son consideraciones que derivan de esa Maternidad Divina de María y también de su íntima unión a la hora de la redención culminada en la hora de la Cruz. Ella, que estaba ahí junto a la Cruz, ella que aceptó ese testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres que somos los culpables, precisamente, de la muerte de su Hijo.
HEREDEROS DE SU AMOR
Pues ¡qué caridad de la Virgen! nosotros allí personificados en San Juan, el discípulo amado fuimos escogidos por mandato de Jesús, por María, como hijos suyos para que nos regenera a la Vida Divina, para que se convierta, si nosotros queremos y estamos dispuestos, en esa amorosa Madre de la Iglesia que Cristo engendró en la Cruz entregando su Espíritu y, a su vez, ese discípulo amado: San Juan. En él Cristo elige a todos los discípulos como tú, como yo, como todos… como herederos de su amor hacia Su Madre, confiandonos la para que la recibamos con afecto filial.
Ella, María, nuestra Madre, guía siempre a la Iglesia, en ese momento la Iglesia naciente. Inicia su propia misión materna ya en el Cenáculo orando con los apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo donde, como dice el libro de los Hechos:
“Perseveraban unánimes en la oración con María, la Madre de Jesús”. (Hch 1, 14)
MADRE DE TODOS LOS CREYENTES
Bueno, ese es el sentimiento que nos tiene que llevar a honrar a nuestra madre con ese título que, de alguna manera, equivale también a: Madre de todos los creyentes, de todos los que renacemos en Cristo, Madre de la Iglesia.
Esta celebración nos tiene que ayudar a que el crecimiento de nuestra vida cristiana, como nos hacía recordar el Papa Francisco, se tiene que fundamentar en el misterio de la Cruz, ahí donde el Señor nos entrega a su Madre. En la ofrenda de Cristo también, en el banquete eucarístico y en la Virgen oferente; Madre del Redentor y de los redimidos.
Desde hace ya unos cuantos años estaba incluida en la letanía lauretana: “Mater ecclesiae”, Madre de la Iglesia. Desde los años 80 la incluyó el Papa Juan Pablo II, pero ella es Madre de la Iglesia, porque la Iglesia es la familia de Jesús y María es Su madre, Jesús no nos deja nunca solos y siempre nos hace regresar a su casa llamándonos a formar parte de su pueblo, que es su familia, que es la Iglesia.
SER MUY FIELES
Siempre es un misterio sobre el que podemos volver y reflexionar, cómo ese plan de Dios para la redención del mundo se dio inicio, precisamente, en el seno de una madre: la Encarnación. La obra de amor de María, su sí al llamado de Dios hizo posible traer a ese Dios vivo al mundo, en la persona de Jesús.
Eso nos enseña también a que cada uno de nosotros tiene que ser muy fiel, muy fiel dentro del rol de cada quien en las relaciones familiares: el esposo, la esposa, el padre, la madre, el hijo, la hija… redescubrir esas ideas en este tiempo en que la idea de la persona humana, pues se está perdiendo. Un momento en el que el significado de familia y los roles de las madres, de los padres, se han venido un poco abajo en nuestra sociedad.
Pues que la imagen de nuestra Madre, de María como Madre de la Iglesia Verdadera Madre de Dios, nos ayude a ver que la familia es esencial para favorecer el plan de Dios para la creación. Nos ayuda también a ver nuestra propia importancia, la importancia de cada uno de nosotros ante los ojos amorosos de ese Dios que nos ve con ternura.
LLAMADOS A LLEVAR A MARÍA A NUESTRO HOGAR
Pedir también a la Virgen, a nuestra Madre, su intercesión y su ayuda materna. Siempre podemos aprender un poco más a amarla como a una madre y a pedirle que nos enseñe a vivir como ella lo hizo, con la misma hermosa libertad y alegría de seguir a Jesús y de estar, sobre todo, al servicio del plan de Dios para nuestra vida. Sentir ese llamado a la vocación, a la santidad, siendo dócil al Espíritu Santo (la fiesta que celebramos ayer) y el mejor ejemplo que tenemos es, en María.
San Agustín dijo que “nuestra Madre la Iglesia es la Madre Santa y Gloriosa, que es como María, que es Virgen y Madre a la vez y que da a luz a Cristo y a ustedes, que son miembros de Él”.
María, Madre de la Iglesia, una iglesia que también es madre. En la Cruz el Señor nos la dio, nos dio a María para que fuera nuestra Madre. De hecho, sus últimas palabras fueron:
“He ahí a tu Madre” (Jn 19, 27)
a San Juan y el Evangelio nos dice que, desde ese momento, el discípulo la llevó a su propio hogar.
Como discípulos, como cristianos, estamos llamados a llevar a María a nuestro hogar, a nuestra vida y a nuestro corazón. Pidámosle a la Santísima Virgen María que ella sea nuestra madre y que nos incite, nos lleve, nos arrastre, si es necesario a todos, a desarrollar un nuevo amor hacia ella, que amándola a ella también amaremos a Jesús y con los dos, también amaremos a nuestra madre que es la Iglesia.