Sin estar yo buscando mucho, el algoritmo detectó que yo no podía seguir viviendo sin una información inútil pero interesante. Me mostró la noticia de Robert Wadlow, que fue un norteamericano que vivió a inicios del siglo XX, quien por una hipertrofia de la glándula pituitaria llegó a crecer hasta los 2,72 metros cuando falleció a los 22 años.
Se cree que de haber vivido más tiempo, hubiese seguido creciendo.
Los registros indican que es el hombre más alto de la historia (al menos que se sepa), y superó el récord anterior por 3 centímetros.
Tal vez el algoritmo detectó que yo también soy alto y por eso me mostró esa información inútil.
Seguramente Robert midió, como todos los humanos, algo así como un grano de arroz en su primera semana de gestación, es decir cuando era un embrión pequeñísimo, midió como todos nosotros, eso, un grano de arroz. Su padre medía 1,80 metros, por lo que nadie podía sospechar que llegaría a ser tan alto.
Pero todo está previsto por Dios. Nada sucede fuera de su Divina Providencia, que guía las cosas según sus designios. No queda de otra que observar y maravillarnos de cómo es capaz de producir algo tan grande a partir de algo tan pequeño, en este caso, pues esta persona.
De eso se trata el evangelio de hoy. El Señor está intentando explicar la existencia de algo escondido, pequeño, discreto a la vista, como un bebé en el vientre de su madre, que comienza siendo algo imperceptible, pero que crece naturalmente, poco a poco.
Y para que lo entiendan, aprovecha imágenes del campo:
“el Reino de los cielos se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola; primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”
(Mc 4,26-34).
Supongo que Tú, Jesús, preferiste usar esta imagen porque aquellas gentes no eran muy duchas en embriología. La segunda parte del evangelio también emplea el mismo lenguaje:
“¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza
(mide algo así como un milímetro);
al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.
EL REINO DE DIOS ESTÁ ENTRE NOSOTROS
Jesús sabe de lo que está hablando. Hay aquí una promesa de algo que sabemos que está creciendo, que aún es pequeño, que llegará a ser impresionantemente grande, y que además, superará todas las expectativas.
El reino de Dios, ese reino que terminará manifestándose con todo su esplendor está entre nosotros.
En la última cena, Jesús indica cuándo será el momento en que entrará en la historia. Después de bendecir el cáliz de la Nueva Alianza, dice a los apóstoles:
“En verdad les digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”
(Mt 14,25).
¿Cuándo vuelve a beber Jesús del fruto de la vid? En la Cruz. Ahí se cumple la Escritura.
“Y allí le dieron a beber vinagre”
(Mt 27,34)
y el vinagre es indirectamente fruto de la vid, porque procede del vino, que se avinagra.
Es decir, que cuando se cumplen las Escrituras (Salmo 69,21), y a Jesús le dan a beber el vinagre, también está cumpliendo su promesa de indicar cuándo empezaría el Reino de Dios: con su sacrificio en la Cruz. Impresionante, ¿no? Cristo Reina en la Cruz y nos dejó una “pista” en esta promesa de la última cena.
Un reino que está destinado a crecer y a regir toda la tierra ha empezado tan discretamente, que pasa desapercibido. Desde entonces no para de crecer, pero hay quienes todavía no lo ven.
EL REINO DE DIOS CRECE
El Reino de Dios crece en la Iglesia, que también nace del costado abierto de Cristo en la Cruz. Crece sin que nadie se de cuenta, incluso cuando muchos piensan que no tiene vida.
En latín existe el verbo “adulesco, adulescere”, que significa “crecer”.
El participio presente de este verbo es “adulescens,-tis”, que se puede traducir como “el que está creciendo” (este es el significado del español “adolescente”, y no “aquel que adolece”). No es como se dice por ahí que adolescente es el que carece de inteligencia, de formación, de lo que sea. Quiere decir: el que está creciendo.
Sorprendentemente, este verbo tiene también un participio pasado que suena conocido: “adultus”, que se puede traducir como “el que creció”. Etimológicamente, adolescente y adulto provienen de la misma raíz latina.
Pues podríamos decir, que el Reino de Dios está “adolescente”, en el sentido de que “está creciendo”, y lo que Jesús nos promete es que cuando llegue a la edad “adulta”, ese Reino de los cielos va a ser espectacular se mostrará con todo su esplendor y será sorprendente.
Pero Dios quiere que tú, que rezas con estos audios de “Hablar con Jesús”, cooperes en este crecimiento.
No es que te necesite, pero quiere contar contigo y conmigo. La mayor parte la hace Él, pero tú y yo tenemos que poner de nuestra parte porque Dios lo quiere.
¿Qué obstáculos encuentra Dios para reinar en tu alma?
¿Dónde encuentra habitualmente mayor resistencia?
¿Qué te cuesta todavía someter a la voluntad de Cristo Rey?
¿Cuánta docilidad puede encontrar el Espíritu Santo en tu corazón y en tus pensamientos?
¿Le dejas edificar en tí ese palacio donde pueda morar como el gran Rey?
DIOS QUIERE CONTAR CON NOSOTROS
Fíjate que estábamos diciendo que Dios quiere contar con tu ayuda para instaurar su reino en este mundo, pero quiere empezar instaurando su reino en ti. Por eso nos hacíamos estas preguntas.
La lucha por ser santos es el modo en que cooperamos con Cristo.
Luego, como consecuencia de esta lucha por ser santos, está el apostolado, que es invitar a los demás a decir también que sí a Jesús.
Por eso, las parábolas del evangelio de hoy es verdad que hablan del Reino de los Cielos pero también aplican para la santidad personal.
“ALGO GRANDE Y QUE FUESE AMOR”
Para quien es dócil a las invitaciones de Dios, muchas veces se crece en el amor de Dios sin darse cuenta.
San Josemaría recordaba cómo, con apenas dieciséis años, descubrió que el corazón le pedía “algo grande y que fuese amor”. Era esa llamada a cosas grandes que también Dios quiere para nosotros.
Hay que empezar por lo pequeño, como el grano de mostaza.
Vamos a comenzar por decirle que sí a Dios en los miles de pequeños detalles de puntualidad, de trabajo bien acabado, de sonrisa, de servicio a los demás y cuando sintamos los alfilerazos de la pereza, de la soberbia, de la sensualidad, de la vanidad, vamos a darle la vuelta, vamos a aprovechar esos momentos para decir a Dios que lo amamos más que todo eso, que queremos que Él reine también en el rincón más escondido de nuestras vidas.
Y en esto tenemos una aliada fundamental que es Nuestra Madre porque ella también es Reina junto a su Hijo Jesucristo, junto a Dios Padre, junto al Espíritu Santo.
Vamos a pedirle a la Reina del Cielo que sea también ella la Reina de nuestra alma para que así le podamos entregar todo a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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