TRISTEZA SIN APLAUSOS
Qué triste sería que un actor de teatro preparase el monólogo más exigente de su vida esperando la ovación del público. ¡Una multitud conmovida! Pero cuando se encienden las luces de la sala lo que ve, es solamente al que barre el teatro…
O el niño que tiene un recital y que ha preparado con una grandísima ilusión. Pero cuando finaliza su actuación se da cuenta, que lamentablemente no pudieron llegar a verlo…
Y que decepción, cuando alguien hace una programación o cuando alguien quiere hacer una transmisión en vivo en Instagram o en la red que sea, y resulta que solamente se conecta una persona…
Es verdad que la decepción es menor, si lo que se hace, se vive con pasión y se hace con la satisfacción de haber hecho algo muy bueno, de haber dado el cien por ciento…
Pero nadie nos quita, me parece a mí, ese mal rato de darse cuenta de que hemos actuado ante el público equivocado. O al menos no era el público que esperábamos.
En el Evangelio que la Iglesia nos propone para la Misa de hoy, Tú, Jesús, nos invitas a ahorrarnos esa decepción, porque nos hace fijar nuestra mirada en esos fariseos, para que podamos escarmentar en cabeza ajena.
Tú, Jesús, nos haces ver cómo hablan mucho de lo que es recto para quedar como sabios. Pero la verdad es que no es muy difícil darse cuenta de que se le ven las costuras.
APLAUSOS QUE SÍ IMPORTAN
Hoy dices en el Evangelio:
«Ellos no hacen lo que dicen».
Y claro, lo tragicómico del asunto, es que los fariseos están en una continua actuación. Y es una continua actuación buscando el aplauso de los demás.
Están buscando ese aplauso ajeno para que reconozcan los santos que son, lo arduo de sus sacrificios o para que reconozcan la voluntad de hierro, que de hecho deberían envidiar a los demás.
Pero todo lo que hacen, es para que la gente los vea. Alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto… Les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas… Que les hagan reverencias por la calle… Que la gente los llame ‘maestro’…
¡Pero todo es actuación! ¡Todo es búsqueda del aplauso! Y lo más triste de todo, es que tanto esfuerzo, tanto quemar neuronas para crear una apariencia perfecta, y resulta que están actuando ante el público equivocado.
Tú, Jesús, nos pones estos ejemplos no solamente para dejarlos en ridículo, esa no es la intención principal, evidentemente, sino para que nosotros, que contemplamos también la escena, aprendamos a vivir en cambio, con esa tranquilidad de un cristiano, la tranquilidad de quien vive con una idea fija.
La única opinión que me importa es la de mi Padre Dios. Que es, que vivir así, lo que cambia todo. Absolutamente todo. Una sola idea fija. La única opinión que me importa es la de mi Padre Dios. Eso es lo que tradicionalmente se conoce como rectitud de intención.
Y cuando Tú, Jesús, nos recuerdas con este pasaje del Evangelio de hoy, que la única opinión que importa es la de nuestro Padre Dios, claramente no es para que vivamos con esa falsa libertad de pensar: “Solo Dios puede juzgarme”, que es como una respuesta cómoda, -mira, hago lo que me da la gana-.
Sino para que toda nuestra vida se vaya orientando poco a poco, hacia esa voluntad de Dios, para que nos identifiquemos cada vez más con lo que Dios espera de nosotros.
VIVIR PENDIENTES DE DIOS
Es lo que comentaba también san Josemaría, decía:
«Un alma de oración: En las intenciones, que sea Jesús nuestro fin. En los afectos, que sea Jesús nuestro amor.
En la palabra, que sea Jesús nuestro asunto. Y en las acciones, nuestro modelo»
(p. 271 de Camino).
Y me parece que se trata de un panorama espectacular. Ese panorama del corazón enamorado de Dios y que se siente atraído hacia Él como el imán al hierro.
¿Me vas a decir que no te da una especial ilusión vivir así, pendiente de Dios las veinticuatro horas del día? Y esto precisamente porque el corazón está enamorado.
Y de las muchas cosas que le podemos agradecer a san Josemaría, una de las centrales de saber, es que esto que acabamos de decir, es perfectamente posible, vivir así, pendiente de Dios.
Estar haciendo lo que debemos hacer a pesar del cansancio, del aburrimiento, de la pereza y de lo que sea; pero movidos por esa jaculatoria que es más fuerte que todo eso…
“Por Ti, Señor: Estoy cansado, pero por Ti voy a hacer esto… Estoy aburrido, no me provoca, Señor… Pero por Ti lo voy a hacer”.
Quisiera ahora compartirte mi alegría ésta semana, porque pude ver la cara de asombro de un muchacho del colegio en el que ahora estoy, cuando supo que podía ofrecer a Dios hasta sus partidos de fútbol, la carrera asombrosa.
Y me decía: —Padre, ¿pero en serio? Y si. Porque si san Josemaría nos dijo que para un apóstol moderno una hora de estudio es una hora de oración. Pues mutatis mutandis, se podría decir lo mismo de noventa minutos corriendo detrás de un balón.
Para el apóstol moderno, son noventa minutos de oración. Eso sí, siempre y cuando se esté consciente de que se está jugando para dar un espectáculo a Dios.
De hecho, al día siguiente, después de esta conversación, ese mismo muchacho se me acerca tempranísimo y me dice: —Padre, le ofrecí a Dios el partido justo antes de pisar el terreno de juego. ¡Y se sintió chévere!
OFRECIMIENTO DE OBRAS
Y qué panorama tan estupendo se nos abre a nosotros los cristianos, si vivimos también nosotros, sabiendo que podemos ofrecer a Dios todo lo que no sea pecado, que de hecho, a lo largo en estos días son muchas cosas. Y lo podemos hacer justo antes de saltar al terreno de juego.
Es ese ofrecimiento de obras al comenzar el día apenas abrimos los ojos. Señor, mi día que tengo por delante, para Ti.
Es ese rectificar una y mil veces la intención cuando se nos presenta la tentación de la soberbia y de la vanidad, o cuando nos dejamos llevar por el dolor, por la ausencia de reconocimiento o porque nadie nos agradece las cosas buenas que hacemos.
«Vanidad de vanidades, dice el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad».
(Ecl 1, 2-10).
Ya sea que estemos haciendo algo que nos cause una inmensa ilusión, o al revés. O estamos cumpliendo con el deber, aunque no tengamos muchas ganas. Ya sea que estemos a punto de ganar el Nobel de Física. O barriendo una esquina de nuestra casa que nadie va a ver…
Me estoy ganando los aplausos de Dios. Y así pues, ¿de qué me sirven los aplausos del mundo, esos aplausos que van y vienen con el viento? Los que me interesan son los aplausos de Dios, que son aplausos con resonancia en la eternidad.
PARA GLORIA DE DIOS
Ayúdanos Señor, a no guardarnos nada de la gloria para nosotros, que no nos interese el aplauso, el reconocimiento, el agradecimiento del mundo, porque todo eso palidece al lado de una sonrisa Tuya.
Creo que tú, que estás haciendo este rato de oración conmigo, estás escuchando estos 10min con Jesús, seguramente también has escuchado la anécdota ya bastante conocida de aquel famoso torero Antonio Bienvenida.
Y aquí esto lo digo, poniéndome la boina, porque aunque todo el mundo dice que es español, Antonio Bienvenida nació en Caracas.
Pues en 1958 Antonio Bienvenida recibió una cornada casi mortal en la Feria de San Isidro en Madrid, y casi lo retira del ruedo. Una herida casi mortal.
Pero al año siguiente vuelve a la misma plaza y sorprendentemente, hace la faena de su vida. Claro, la Plaza de las Ventas se cae en aplausos. El público que sabe apreciar aquel esfuerzo, enloquece en vítores al torero.
Y poco después, un amigo suyo le preguntó: —Antonio, ¿qué sentías cuando te aclamaban de esa manera? Y la respuesta de Antonio es sorprendente, le decía a su amigo: —Mira, en aquellos momentos iba dando gracias a Dios diciéndole:
«Señor, Tuyo el poder y Tuya la gloria.
Caray, qué finura de alma. En medio de aquellos aplausos, él va como rebotando todo aquello: “Señor Tuyo el poder y Tuya la gloria”. Y aunque la plaza estaba repleta, a ese torero le interesaba solamente una opinión; que era la Tuya, Señor. Y estaba con la tranquilidad de saber que estaba actuando, que no estaba actuando ante un público equivocado.
Pues ayúdanos, Señor, a hacer cada instante exactamente esto mismo: por amor a Ti.