¿Qué es la lepra? ¡Tremendo! Una enfermedad grave, horrible, terrible… y hoy aparece dos veces en la liturgia: en la primera lectura y en el Evangelio.
“El Señor dijo a Moisés y a Aarón: “Cuando alguno tenga lepra será llevado ante el sacerdote Aarón o ante uno de sus hijos sacerdotes”
(Lev 13, 1-2).
Se trata de un leproso. Es impuro.
“El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.
El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!”
Mientras le dure la afección seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”
(Lev 13, 44-46).
¿Qué es la lepra? Una tristísima enfermedad que, lo más triste Jesús ahora que hablo con Vos, aislaba a una persona.
El leproso tenía que huir del consenso común. Tenía que hacer sonar una campana incluso, para que nadie se acercara a él, no fuera a contagiarse. Solamente el sacerdote podía determinar si podría ser readmitido a la sociedad.
Esto tiene también su explicación, pero no me iré por ahí.
En el Antiguo Testamento se tenía eso: qué corroborar mucha cosas de la lepra: constatar, determinar si la condición efectivamente era propia de un leproso, la curación eventual de una persona…
LA LEPRA DE HOY
“Oye Jesús, yo he pensado: ¿cuál sería la lepra hoy?” (Hay gente que sufre lepra, hay enfermos en los hospitales que tienen lepra, es menos común.)
Pero si yo pienso en una enfermedad que aísla a la persona, que la abandona, que la hace sentir eso: abandonada, sola… ¿cuál sería esa lepra hoy?
¿Qué enfermedad de hoy sería vergonzosa? ¿Qué escondería la gente o el enfermo lo más que pueda para que nadie descubra eso que tiene?
No me voy a lanzar a decir qué enfermedad o qué situación, pero, evidentemente Señor: las enfermedades de la cabecita.
Las enfermedades psiquiátricas, las enfermedades que dificultan las facultades superiores del hombre: la inteligencia, la voluntad, son enfermedades muy duras; las enfermedades psiquiátricas, como se conocen.
Estamos en el siglo XXI, esto lo tenemos que normalizar. Cualquier enfermedad se tiene que normalizar. A cualquiera nos puede dar y hay que normalizar la cosa.
El otro día estaba conversando con un amigo médico, (está haciendo la especialización de psiquiatría, está por terminar) y me decía precisamente eso, que hay que normalizar la cosa.
Pero normalizar la cosa no es hacerse el bobo o decir: eso no tiene importancia, eso es cualquier cosa… ¡no!
Me contaba, por ejemplo, la historia de una familia que su hija cae en depresión, la tienen que llevar de urgencias al hospital.
Llega y les preguntan a los papás: “¿Qué le ha pasado a la niña? ¿Cuáles son sus síntomas?” y responden: “No le ha pasado nada; es que nosotros no sabíamos nada…”
Y este amigo me decía: “es que esos papás seguramente no conocían a su hija o no conocen a su hija”.
Yo me pongo a pensar en esa pobre muchachita: sola, no porque no esté con los papás y no porque sus papás no la quieran, seguramente la quieren, le dan todo, pero la soledad va mucho más allá.
JESÚS TIENE COMPASIÓN
Vamos al Evangelio porque eso es la clave: siempre ir a Jesús, siempre. Siempre tener como referencia al Señor y siempre ponerlo en el centro de nuestra vida y en el centro de nuestro corazón y en el centro de nuestras angustias y enfermedades.
“En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso suplicándole de rodillas: “si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido extendió la mano y lo tocó diciendo: “quiero; queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio”
(Mt 1, 40-42).
Ese es el Evangelio de hoy, sigue un poquito más, pero me quiero quedar ahí.
Jesús tiene compasión, le extiende la mano y lo toca. Primero, a un leproso lo toca (no se podía tocar a un leproso) y después le dice una palabra y después comienza como un ritual. Ahí es donde podemos hacer la unión con el tema del sacerdote del Antiguo Testamento.
Hay un ritual, Jesús lo toca, le habla, le invita a ir al sacerdote, lo aparta un momento. Podemos pensar así en los sacramentos.
Los sacramentos tienen una potencia…, pero ese es el poder de Cristo, es el poder del sacerdote, es el mismo poder de Jesucristo, ahí, en ese sacramento que comienza con una oración, que tiene un rito, que tiene un ritmo, que tiene un lugar… Es muy bonito entender así el sacramento.
“Señor, pero lo importante y el tema realmente que quería conversar contigo y que quede en el corazón para que lo hablemos contigo, es precisamente eso: que la lepra se convierte en imagen de la soledad”.
Una persona que no se puede ni mirar a sí misma, ni que nadie la mire. Y no es la soledad de quién es o está solo concretamente y quiere estar solo un momento, sino la soledad del que quiere que su condición sea invisible, en el sentido de que por nada del mundo se puede hacer visible a otros. “Que nadie se dé cuenta de lo que me está pasando”.
Por eso pienso en esas enfermedades psiquiátricas, en la depresión. Una persona con depresión es muy difícil que acepte que tiene una enfermedad y no quiere que nadie sufra con ella, por eso es tan duro.
Nadie entiende lo que es una depresión realmente Señor, yo no entiendo la verdad. Eso lo entenderá el paciente y alguna cosita el médico y alguna cosita los papás y las familias.
¡¿Qué hacemos Señor?! ¿Qué nos quieres decir?
ENCONTRAR A CRISTO
Por eso, este hombre se acerca a Cristo y le dice: “si quieres, puedes limpiarme”. Reconoce el poder de Cristo, el poder de Dios y reconoce que esa parte que no se puede ver, la propia pobreza, la propia vergüenza, puede ser sanada por Cristo.
Ninguno debía tocar a un leproso y Jesús lo toca y después le dice: “quiero; queda limpio”. Jesús toca a cada hombre en su miseria.
Hay una palabra que es muy fea, pero la voy a decir, “Señor, Tú quieres tocar a cada hombre en su porquería, en su miseria”.
Jesús quiere tener contacto con la parte más miserable del hombre, de aquello que es invisible, vergonzoso y este hombre estando solo mucho tiempo, delante de Jesús reconoce el final de su soledad: “hasta aquí llegó mi soledad”.
Y al fin reconoce que lo más importante no es haber estado solo o no haber estado lejos de la persona, lo más importante es haber encontrado a Cristo.
“Esa es la gracia Señor que te queremos pedir: que, con nuestra actitud, con nuestras acciones, con nuestro cariño, podamos hacer sentir tu cercanía. Comprender la depresión y las otras enfermedades psiquiátricas, pero desde una perspectiva cristiana mirando a Cristo”.
La comprensión de estas condiciones, desde esa óptica cristiana, podrían incluir, por ejemplo: la importancia de la compasión, el apoyo mutuo, la búsqueda de ayuda profesional…
También normalizar la visión de esas enfermedades, pero esto implica reconocer que nadie está exento de enfrentar desafíos de este tipo: emocionales, mentales y por eso hay que ofrecer apoyo y comprensión a quienes atraviesan estas dificultades.
En relación con la fe, aunque la fe pueda brindar consuelo y fortaleza en esos momentos tan duros y tan difíciles, es fundamental combinarla con el apoyo profesional de un médico, de un psicólogo, de un psiquiatra.
Uno no se puede decir: “no, yo tengo fe, yo soy un hombre de Dios, yo confío solamente en la oración”.
¡No! La búsqueda de tratamiento médico no riñe con la fe, sino que puede, además, ser vista como un medio que quiere Dios para que recibamos esa ayuda, recibamos esa sanación.
“Señor, compasión y comprensión, en lugar de estigmatizar, de juzgar a una persona que sufre estas enfermedades; más bien, mostrar compasión, comprensión. Buscar ayuda profesional, buscar ese tratamiento médico como una ayuda tuya también”.
Decía san Josemaría:
“Hay que poner los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales; y poner los medios sobrenaturales como si no existieran los humanos”.
Finalmente, algo que es muy importante, el apoyo de los que me rodean, el apoyo de los que me quieren. Normalizar también esa visión de la enfermedad.
Acudimos a la Virgen: “Señor, Madre mía, te pido por todas las personas que sufren de soledad, que se sienten solos, que sientan tu compañía, tu comprensión, tu ayuda, tu consuelo”.