Como yo sabía que el Evangelio de hoy tenía lugar en el mar de Galilea, agarré y me fui a la playa, al mar Caribe, a intentar hacer este rato de oración con el suave ruido de las olas en la orilla y el sol en el horizonte.
Tampoco fue así. La verdad es que todo fue pura coincidencia, porque estaba allá por la playa de paso y aproveché el escenario para hacer esta meditación que, efectivamente, es propia de esta octava de Pascua; tiene lugar en el mar de Tiberíades (mar de Galilea o lago de Genesaret).
Algunos apóstoles, después de la sorpresa, la gran maravilla de la Resurrección, vuelven a la vida corriente -un poco como nosotros en esta semana de Pascua: volvemos a la vida corriente después de las grandes emociones de la semana pasada, la Semana Santa.
Los apóstoles seguramente lo que necesitan ahora es tiempo; tiempo para decantar todo lo sucedido en los últimos días.
Yo me imagino que ellos tendrían en el corazón una idea recurrente: “¿Será todo esto verdad?” Cómo procesar ese cúmulo de emociones, porque hace poquísimos días veíamos cómo se les venía el mundo encima.
Parecía que todo lo que habían soñado (el Reino de Dios), todo en lo que habían creído (que su Amigo y amadísimo Maestro Jesús, era el Mesías), incluso todo lo que les motivaba (el saber que tenían una vocación específica del Cielo), se había esfumado.
Se les vino el mundo encima y a esta decepción se sumaba el sentimiento de culpa por haber dejado solo a su Maestro en la Cruz.
¿QUÉ LE DIRÍAS?
Habrán tenido que tragarse dolorosamente esas promesas que le habían hecho en los últimos momentos bonitos, el
“aunque todos te abandonen, yo jamás te abandonaré”
(Mt 26, 33).
O el
“vayamos y muramos con Él”
(Jn 11, 16).
El mundo se les vino encima, pero el mundo, sorprendentemente, volvió a brillar. ¿Será todo esto verdad?
Necesitan los apóstoles tiempo para asimilarlo. Es verdad que al Resucitado lo vieron las mujeres, lo vio Pedro, lo vio Juan en el Sepulcro vacío, pero igual tienen que pellizcarse para convencerse de que todo esto no es un sueño.
Probablemente, estas escenas de esta semana que nos propone la Iglesia en la liturgia para el Evangelio de la misa, las hemos escuchado tantas veces que no nos damos cuenta de lo que significa para estos pobres hombres.
Por ejemplo, ¿cómo reaccionarías tú si la persona más querida por ti, que haya dejado ya este mundo, tal vez lo haya dejado de modo inesperado y doloroso, de repente te encontrases con ella? Un reencuentro de, aunque sea, una sola vez.
¿Cómo reaccionarías? ¿Qué le dirías? ¿Qué palabras te saldrían en aquel momento? En eso estamos, en eso están los discípulos con estas consideraciones en el corazón.
El Señor les había mandado a decir, con las santas mujeres, que le esperaran en Galilea y allí están, en atenta espera.
DÉJÀ VU
Por eso, ahora que escuchamos este Evangelio, con esta escena, lo que contemplamos es sumamente entrañable. Simón Pedro les dice a otros discípulos:
“voy a pescar”
y la respuesta de los demás es inmediata:
“¡Vamos también nosotros contigo!”
Trabajan toda la noche y el evangelista no recoge las conversaciones que tuvieron en aquella noche, una noche de trabajo intenso, tal vez porque no hubo mayor conversación.
Lo que había era el silencio de la noche que les dio espacio para asentar todo lo que habían vivido.
Una noche también de espera en vano porque, recoge el evangelista, que
“no pescaron nada”
y, cuando a la mañana siguiente se les aparece el Señor, escuchan de Él una instrucción que les suena demasiado familiar:
“Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”
(Jn 21, 3-6).
Con tal alboroto de las emociones de estos días, esta frase seguramente retumbó con muchísima fuerza o al menos les sonó totalmente desconcertante, como una especie de déjà vu.
Echaron la red y no podían sacarla por la multitud de los peces; se repite la pesca milagrosa. Ahora sí, ya no queda duda, esto no es un déjà vu, esto no es un juego de la mente y el discípulo amado se atreve a decir primero lo que los demás también habían pensado:
“¡Es el Señor!” (Jn 21, 7).
RAPIDEZ PARA IDENTIFICARLO
Es el amor lo que le da al discípulo amado esa finura de sentidos para reconocer rápidamente a Jesús. Entonces vemos cómo es verdad eso que el Maestro les había dicho antes:
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios”
(Mt 5, 8).
Es la limpieza de corazón de Juan lo que le permite identificar al Señor tan rápidamente y nos da una envidia de la buena.
Ojalá nos esforcemos también nosotros por vivir con un corazón cada vez más libre de ese fango del egoísmo, de la búsqueda de compensaciones, de los placeres inmediatos, de los arrebatos de la soberbia, de modo que tengamos esa rapidez de Juan para reconocer al Señor en todos los momentos de la vida ordinaria.
Que cuando algo nos salga muy bien, en lugar de regodearnos de nuestras fortalezas, sepamos decir inmediatamente: “Es el Señor que me ha echado una mano, que está aquí conmigo”
O también, cuando algo vaya en contra de nuestros gustos, de nuestras expectativas, que también ahí podamos decir:
“¡Es el Señor!”
Sí, rapidez para identificar que es Cristo que pasa y que pasa con su Cruz.
Cuando estemos a punto de perder la paciencia, cuando estemos a punto de dejarnos llevar totalmente por el desánimo, por falta de esperanza, por los juicios críticos, por la ira ante los sucesos que nos contrarían, ese es el Señor que está esperando que lo reconozcamos.
Y ante la deuda de amor inmensa que tenemos con Él por haber muerto por nosotros en la Cruz, llevando una Cruz que en realidad es nuestra, le podamos decir: “Señor, esto lo voy a hacer por amor a Ti”.
LECCIÓN DEL AMOR
Pero hay otra reacción impresionante en el Evangelio de hoy:
“Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua”.
Imagínense la alegría, la desesperación, el ansia del reencuentro con la persona que tanto quiere.
“Los demás discípulos se acercaron a la orilla revolcando la red de los peces”
(Jn 21, 7-8).
Aquí estos hombres, con sus debilidades, nos dan una lección de lo que es el amor. Porque nosotros, si antes pedíamos rapidez para reconocer al Señor, ahora, con el ejemplo de estos discípulos, lo que te pedimos Señor es rapidez de reacción para acudir a Ti.
Porque ojalá también nosotros saliéramos corriendo al sacramento de la Eucaristía todas las veces que podamos, sin excusas por no tener suficiente tiempo, que para la persona amada el tiempo no es un problema, se consigue; que es el Señor que nos espera allí en el altar, en cada Sagrario
O que acudamos también sin retrasos a la confesión, porque reconocemos que allí estás Tú Señor como juez que quieres dejarnos en libertad a través de ese instrumento pobre, que es el sacerdote.
Señor, danos la rapidez también para acudir a Ti en la oración. Por ejemplo, ahora nos estás esperando para seguir dándonos lecciones de vida, para recordarnos las cosas básicas, para darnos aliento en el camino, para darnos claridad de ideas, optimismo ante las dificultades.
Que también en la oración podamos decir: “Es el Señor con quien estoy hablando”.
RAPIDEZ PARA ACUDIR AL SEÑOR
Y, por último, Señor te pedimos también rapidez para acudir a Ti que nos esperas en los demás. Tú nos dijiste:
“Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos pequeños, a Mí lo hicisteis”
(Mt 25, 40).
Por temporadas tendremos que esforzarnos más en esta última petición, pidiéndote Señor que no tardemos en buscarte en las personas. (Porque de verdad que a veces nos cuesta, especialmente en las personas que tenemos más cerca de nosotros).
Señor, que no tardemos en encontrarte en los demás, especialmente en las personas que habitualmente están más cerca de nosotros, día tras día.
Encontrarte en esas personas que, si no fuese por la fe, nos sería totalmente imposible verte en ellas; pero es posible.
En fin, que en este pasaje del Evangelio de hoy tus discípulos nos invitan a vivir en medio del mundo con la ilusión de buscarte y con la alegría de encontrarte.
Vemos también en este Evangelio que esa recomendación que le daba san Josemaría a los jóvenes que se encontraban con él a inicios del siglo pasado, les daba un libro con la vida de Jesucristo.
Esa recomendación que solía escribir en la primera página, en realidad, no son inventos de san Josemaría, tienen una raíz evangélica como la que acabamos de considerar en este pasaje de hoy.
Esa consideración nos sirve también a nosotros:
“Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”
(San Josemaría, Camino punto 382).
Por supuesto que esto cuesta, pero vale totalmente la pena, como se refleja en la alegría de Pedro, en la alegría de Juan, en la alegría de los apóstoles.
Buscar a Cristo y la alegría de encontrarnos a Cristo en todas las circunstancias de nuestra vida.