Titulé esta meditación: “Sentimiento e identidad”, para tratar de profundizar, en nuestra oración, en el Evangelio de ayer y hoy, de cómo Jesús tiene perfectamente equilibrado, podríamos decir como ecualizados sus sentimientos y emociones. Porque es y se sabe Hijo de Dios.
Y como tú y yo también estamos llamados a eso: a fortalecer nuestra identidad más profunda de ser hijos de Dios y de sabernos hijos de Dios; como fuente de paz, de serenidad y de equilibrio interior.
Ayer, en el evangelio de la misa, leíamos cuando Jesús declaró:
“Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños.”
(Mt 11, 25-30).
Señor, te vemos emocionado haciendo una oración en voz alta a tu Padre, elogiando la sencillez de corazón. Te alegras de la sencillez que tienen los niños de captar las cosas más profundas reveladas por Dios.
Y eso me lleva, Señor, a pensar, sobre todo mirándote así, Jesús, emocionado, que yo también estoy llamado a vivir todos los afectos humanos nobles, dentro de mi camino de santidad que Dios me pide.
Porque si no, no estaría buscando a Jesucristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. Estaría buscando, no sé, a un fantasma…
De manera que estamos llamados tú y yo a aprender a sentir todo lo que Tú, Jesús, viviste en tu corazón. Y de ahí la necesidad de aprender a educar mis sentimientos, emociones, deseos, gustos y criterios de valoración, elecciones y modos de elegir.
LA FILIACIÓN DIVINA
En definitiva, se trata de educar el corazón, como se educa el paladar para un buen vino. Es algo que toma tiempo. El paladar va madurando con los años. Pues así nuestro corazón, que está como “atrofiado” por el pecado, pero es capaz de ser redimido.
Como dice santo Tomás: “El hombre es capaz de Dios”. ¿Por qué es capaz? Porque Dios nos ha redimido en Cristo, nos ha injertado en Cristo.
Te cuento una anécdota de cómo influye la filiación divina en nuestra sensibilidad. Cuenta un escritor italiano, Alessandro de Davenia, en una conferencia, que fue don Pino quien le movió a dedicarse a la literatura y a dar clases a adolescentes en un Liceo allá en el sur de Italia.
¿Quién fue don Pino? Bueno, pues don Pino es un hombre, sacerdote que da clases de literatura, precisamente le daba clases a Alessandro cuando era adolescente de preparatoria. Además, en sus ratos libres, don Pino se dedicaba a sacar a los niños de su condición de calle, para que dejaran de trabajar para la mafia siciliana, que servían de mulitas para transportar la droga.
Don Pino hace esa labor de sacarlos de allí, de ayudarles, darles un futuro hasta que la mafia lo ve como amenaza y lo mando a matar. Contratan a un asesino profesional, le llaman el cacciatore, o sea, el “cazador”, que llevaba treinta asesinatos perfectos.
LA CONVERSIÓN
Y al analizar los movimientos de don Pino, pues se da cuenta que es una presa fácil. Siempre hace lo mismo. Don Pino no se está cuidando de no ser asesinado.
Lo espera en el estacionamiento, cuando él está a punto de entrar en su vehículo, se acerca por detrás, le apunta y, don Pino, al sentir la presencia de su asesino, voltea el rostro, le mira a la cara, le sonríe y le dice: -Te estaba esperando. En ese momento aquel hombre mata, asesina a sangre fría a este sacerdote.
Pero aquel asesino se fue herido del alma y no puede continuar viviendo así. “¿Quién me pudo haber mirado a los ojos con amor y sonreír en el momento de más violencia en su vida?”
Aquel hombre se convierte, se entrega a la policía, se hace un testigo protegido, cambia su identidad, va a la cárcel los años necesarios y después cambia de identidad y de vida. Ahora, él es un hombre renovado, transformado, es un converso gracias a aquel sacerdote, don Pino, que cuando lo fue a matar, le miro a los ojos y le sonrío.
A veces nosotros podemos tener heridas del pasado, cosas que afectaron nuestra sensibilidad y hay que sanarlas. El punto de partida y de llegada para sanar nuestras heridas y, aún mejor, para no dejarse herir, es tener bien clara nuestra identidad de hijos de Dios, estar bien anclados en nuestra realidad más profunda de hijos de Dios. Porque un corazón bien anclado, es un corazón -como el corazón de don Pino- incapaz de ser herido por ninguna bala.
NUESTRA IDENTIDAD DE HIJOS DE DIOS
En la misa de hoy leemos el evangelio de san Mateo que nos narra una curación que dice:
“Entre tanto, una mujer que sufría flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y al verla, le dijo: -Ánimo, hija, tu fe te ha salvado.”
(Mt 8, 20-22).
Jesús, ¿qué nos quieres decir con este milagro? ¿Qué significa esta expresión que le dices a esta mujer: “Hija tu fe te ha salvado”? Una mujer que llevaba muchos años con una enfermedad dolorosa, pero, sobre todo, vergonzosa.
Jesús inmediatamente la alivia, la sana de su herida, que más que en el cuerpo, llevaba en el alma, llamándola “hija”, dándole la clave por la que ha quedado curada. Porque es hija muy querida de Dios y esa confianza y esa fe, le ha ganado ser curada.
Bueno, pues este es, en resumen, la idea que pongo a tu consideración para tus ratitos de oración con Jesús en esta meditación. Que nuestra identidad de hijos de Dios es la mejor medicina que puede curar todas nuestras heridas emocionales.
Que no podríamos hablar de que realmente somos hijos de Dios, si Jesucristo no hubiera compartido esta condición. Pero el evangelio de ayer nos lo decía claramente, decía Jesús:
“Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.”
(Cfr Mt 11, 25-30).
Un texto que parecería que nos aparta de los demás hombres, del Padre, de Dios, pero no es este el diálogo de Cristo; sino, más bien, que esa vida que Él recibe del Padre nos la transmite y estamos llamados a participar de ella.
EDUCAR NUESTROS SENTIMIENTOS
En este sentido, es ilusionante la definición que daba a san Josemaría de la santidad. Decía que la santidad consistía en tener los mismos sentimientos que tiene Cristo. Estos sentimientos de Cristo son nuestro punto de referencia para nuestra identidad.
Aquí surge esa tarea que tenemos todos de convertir o de evangelizar nuestros sentidos y sentimientos, nuestras emociones y deseos. Una tarea de conversión, que no se quede en un cambio de comportamiento externo, sino que llegue realmente al corazón, al lugar donde habita Dios, el sagrario del hombre.
Así es entendido el corazón, en el sentido bíblico de la palabra. Pues esta es la gran revelación de Jesucristo a los hombres: Dios es un Padre que ama infinitamente a sus criaturas.
Ver qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios y que lo somos, dice san Juan. Y prueba de que sois hijos, dice San Pablo, es el hecho de que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre!
Dios nos ha revelado el misterio de su de su vida íntima y no en abstracto. No es como un profesor, en un pizarrón de clase, no. Sino que lo hace haciéndose presente entre los hombres, como el Hijo de María y de José, que es también Hijo del Padre.
Hay una vida en Dios padre que comunica al Hijo y esa vida la comunica Cristo a la humanidad entera.
Vamos a terminar nuestra oración, acudiendo como siempre a María: Madre, consígueme del Espíritu Santo un corazón redimido. Acompáñame en este camino de formación de mi sensibilidad como un verdadero camino de fe. Porque mediante ese camino, nuestro sentido, sensaciones, emociones, sentimientos y deseos aprenden progresivamente a ver, a sentir, a tocar y a desear a Dios.