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SIN TRISTEZA

Sin tristeza GPI

Nuestra Madre Iglesia nos aconseja comenzar este tiempo de Pascua con la lectura de las primeras apariciones de Jesús resucitado. Y así lo hemos hecho, estamos empezando la sexta semana de Pascua pero recordamos que al inicio,  por ejemplo, meditamos ese episodio de los discípulos de Emaús. Ellos iban por el camino con una mezcla de sensaciones. 

Por una parte, estaban viviendo las palabras del profeta Zacarías que Jesús mismo les había recordado: “heriré al pastor y las ovejas serán dispersadas” (Mt 26,31). Ellos eran las ovejas y ahora que el pastor no solo está herido sino que ha sido asesinado cruelmente en la cruz, hace que estén desorientados como ovejas sin pastor.

COMO OVEJAS SIN PASTOR

A esto se le suma el peso de la culpa. Ellos seguramente se habrían unido a Pedro cuando prometió que aunque tuviese que morir con Jesús, jamás le negaría. Y la realidad fue totalmente otra: salvo Juan y las santas mujeres que se mantuvieron fieles al pie de la cruz, los demás salieron huyendo y seguramente también estos dos hombres que ahora vemos caminar hacia Emaús. 

Podríamos añadir el sentimiento de decepción: ellos creyeron (a su manera) en el Reino de los Cielos del que hablabas Tú Señor. Se llenaron de ilusión, de grandes expectativas. Y creyeron en Ti como el Mesías prometido por los profetas. Él les había pedido paciencia porque llegaría el momento en que finalmente manifestaría todo su poder y el enemigo caería derrotado a sus pies.

Pero estos discípulos aún eran incapaces de apreciar la maravillosa omnipotencia de la Cruz que vencía sobre el pecado, la palabra definitiva de Dios sobre el mal.  Lo que vieron fue a su maestro sufriendo el más humillante y cruel de los castigos. Como que se les desinfló el globo del Reino de los cielos.

ENCUENTROS INESPERADOS

Me atrevería a suponer que todo este remolino de sentimientos los mantenía con el corazón triste, cuando de repente, haciéndote el encontradizo, Tú, Señor, estás junto a ellos.  Entendemos esta experiencia porque seguramente a todos nos ha sucedido que los encuentros con Dios, especialmente los más inesperados, son una causa de gran alegría.  

Al hacer memoria de esos encuentros en nuestra vida, también nosotros podemos decir con estos discípulos:

“¿No era verdad que ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” (Lc 24,32).

Esta frase de los discípulos de Emaús tiene su contexto: se les acaban de abrir los ojos y reconocen a Jesús justo después de que -sentando a la mesa con ellos- “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dió”. Y, acto seguido, desapareció de su vista.

Se trata de una segunda despedida. El Señor desaparece de sus ojos, pero sorprendentemente, también se va con él la tristeza que los embargaba. Y decimos que es sorprendente, porque cuando nos despedimos de alguien que queremos mucho, generalmente sentimos algo de tristeza. 

ANUNCIA SU DESPEDIDA

El Señor había anunciado a sus discípulos varias veces esta separación. En el evangelio de hoy, por ejemplo, Jesús anuncia su despedida y sabe que esta noticia entristece a sus discípulos. Leemos hoy en el evangelio de san Juan: 

«Y ahora voy a Aquél que me envió, y ninguno de ustedes me pregunta ¿a dónde vas? Sino que, porque yo les he dicho estas cosas, la tristeza ha ocupado el corazón de ustedes, mas yo les digo la verdad: que conviene a ustedes que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a ustedes el Consolador, el Paráclito”

(Jn 16,5-11).

Cuando les anuncia que tiene que irse, lógicamente se entristecen porque no quieren que alguien a quien quieren se vaya. A nadie le gusta que le diga alguien que le quiere mucho se vaya; por motivo de trabajo, por  una situación social mejor e incluso por la muerte.  

Por eso nos sorprende el pasaje de los discípulos de Emaús: es verdad que están alegres por el reencuentro con quien pensaban que estaba muerto, pero ¿cómo es que esta segunda despedida no les ha dejado tristeza? ¿cómo es esto posible? ¿qué ha sucedido que la situación cambia ahora tan radicalmente? No hay ni sombra de tristeza en esta segunda despedida.

LIBRE DE TRISTEZAS

Lo que ha cambiado es lo que sucedió justo antes de que Jesús se despidiera: acaban de participar de la Eucaristía. “Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dió”. Es cierto que Jesús desapareció de su vista, pero al mismo tiempo se quedó en la Eucaristía. Por eso, entendemos que fue una despedida a medias y he ahí la razón de que esta vez el corazón de los discípulos está libre de tristezas.

En cambio, cuando en el evangelio de hoy, los discípulos escuchan el anuncio de la despedida, aún les queda lejos la maravilla de la Eucaristía, son incapaces de comprenderlo y he allí la razón de su tristeza.

Todo esto nos sirve para recordar el inmenso tesoro de la Santa Misa. Allí podemos acudir siempre a recibir la consolación de la cercanía de Jesús, a quien no vemos en su apariencia humana, pero es porque nos engañan los sentidos. Allí está verdaderamente presente Cristo con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.

QUEDÁNDOSE Y DONÁNDOSE

San Josemaría solía llamar a la Eucaristía el “sacramento del derroche divino”, porque allí no sólo nos concede la gracia sacramental tan necesaria para alimentar nuestras almas con el pan de los ángeles, sino que Jesús lo hace quedándose y donándose a sí mismo para que no estemos nunca solos.

En la Santa Misa, en cada Eucaristía se cumple la profecía de Isaías: “será llamado Enmanuel (Dios-con-nosotros)” (Is 7,14)  en cada Misa está Dios con nosotros incluso con un contacto físico cada vez que recibimos la Sagrada Comunión. Y “si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8,31). 

Tuve la oportunidad de ver esta afirmación de san Pablo (“si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”) de un modo muy peculiar encarnado en un muchacho del colegio. Poco antes de presentar un examen sumamente complicado decidió asistir a Misa y comulgar. Y se quedó con una idea fija de la homilía que le ayudó a tranquilizarse ante el stress del examen: “si un día consigues comulgar, ese día ya fue un éxito, pase lo que pase después”.

En la Santa Misa, y especialmente en la Sagrada Comunión experimentamos la cercanía de Jesús que aleja de nosotros la tristeza, la excesiva preocupación, la visión meramente humana del día a día. Jesucristo se ha ido y no volveremos a ver sus facciones o a escuchar su voz probablemente hasta que abandonemos esta vida; pero al mismo tiempo, Jesús se queda. Por eso es una despedida a medias, como en la Misa de Emaús. 

ALMAS DE EUCARISTÍA

En una de sus homilías, san Josemaría considera esta maravilla:

“Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos llegará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente”

(Es Cristo que pasa, 83).

Por este motivo, mientras más seamos almas de Eucaristía, mientras vivamos con mayor piedad y atención la Santa Misa; en la medida en que pidamos mayor fe en la presencia de Cristo en cada Sagrario, más fácil será vivir con la alegría y la paz de un hijo de Dios en medio del mundo con todas sus dificultades. De allí sacaremos fuerzas para el día a día, confiando más que en nuestras fuerzas, en la compañía amabilísima de Dios-con-nosotros y así no habrá espacio para la tristeza.

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