PALABRAS DE VIDA
Pareciera que la Iglesia escoge de un modo “particularmente cuidado” el Evangelio de la Misa dominical. Y tendría su lógica, todas las palabras del Señor son expresión de la sabiduría y del amor misericordioso de Dios con nosotros.
Pero algunas nos calan todavía más profundamente.
La Palabra de Dios es como la lluvia, dice el profeta Isaías, que baja a la tierra y fecunda, da fruto. Basta disponer el alma para que esa palabra entre en nuestra cabeza, y sobre todo nuestro corazón.
Basta dejarle una ranura, un pequeño gesto interior de apertura…
Señor, ayúdame, quiero aprender de ti para que esa Palabra del Señor nos transforme, nos vivifique, nos fortalezca y nos vaya llenando de vida. Vida sobrenatural. Vida eterna.
Por eso que el alimento de nuestra oración, el mejor de todos, es escuchar a Jesús.
Podemos hacer esta pregunta tú y yo: ¿Con qué disposición escucho lo que el Señor me quiera decir hoy? ¿Estoy dispuesto a cambiar? ¿Estoy dispuesto, dispuesta, a dejarme transformar?…
Porque así como la lluvia, el agua puede caer sobre las piedras, también puede caer sobre una esponja que lo absorbe todo, que se empapa. Que seamos esponja, que sepamos absorber lo que el Señor nos quiere decir.
Una palabra que siempre es actual, que aunque la hayamos escuchado o leído muchas veces, e incluso meditado con profundidad, tiene algo de lo propio de Dios, que es viva. Palabra viva, siempre actual.
TESORO ESCONDIDO
El texto de hoy, tomado de san Mateo, capítulo 13:
«El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y lleno de alegría va y a vender todo lo que tiene y compra el campo».>
Qué aguda es esta parábola. La imagen del tesoro que todo el mundo entiende, algo extraordinariamente valioso.
Objetivamente, porque se trata de oro, diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas. O subjetivamente, porque ya no se trata de algo material, sino de un amor.
Para ti, mujer casada, el tesoro es el amor a tu marido, el amor de tu marido. Para ti, hombre casado, el tesoro es el amor de tu mujer. Como padres, el amor a los hijos, el amor de los hijos.
¿Cómo cuidamos, cómo cuidas tú ese tesoro para que ocupe el lugar central de nuestra vida?, ¿para que otras cosas como el trabajo o las dificultades de la vida no debiliten lo que es objetivamente valioso?…
Bueno, entonces todos entendemos esto, un tesoro, algo extraordinariamente valioso.
Y así, con esta imagen, Jesús nos habla del misterio del Reino, como un tesoro escondido, latente. No es evidente la presencia de Jesús en la Eucaristía.
Sin embargo, es real. No es evidente el amor de Cristo en la cruz. No hay nada más real y definitivo.
Tampoco es evidente su Resurrección. Y, sin embargo, es el hecho fundamental de la historia. Es el tesoro oculto del amor de Dios en Cristo Jesús.
Ya encontrar ese tesoro cambia la vida, y si no ha cambiado mi vida, es porque quizá todavía no he encontrado el tesoro, porque no he dado realmente con él.
JESÚS EN LA VIDA ORDINARIA
Tú, ¿experimentas la alegría sobrenatural, humana y divina de haberte encontrado con el tesoro que es Jesús? Y más concretamente, ¿la Palabra de Jesús, las enseñanzas de Jesús y su amor?…
También podríamos añadir el tesoro del amor de María Santísima por cada uno de nosotros, y así el amor de san José.
Pero el tesoro del cual habla aquí Jesús es Él, Él mismo. Un tesoro que se descubre a través del estudio, la lectura, el conocimiento de lo que Jesús dijo e hizo.
Un tesoro que se descubre en la oración, en la contemplación de su Palabra y de su amor. Un tesoro que se descubre en la práctica sacramental.
Un tesoro que se descubre en la entrega a los demás y el amor de los demás por cada uno de nosotros.
Está Cristo ahí disponible para ti y en los demás.
Que sepamos salir al encuentro de este tesoro cada día: en el trabajo, en la vida ordinaria, en las cosas agradables y gratificantes, en la normalidad.
Encontrar el tesoro de Cristo, en la normalidad, en lo cotidiano, en eso que parece vulgar, sin mayor relieve. Y sin embargo, hay un algo divino, un tesoro que descubrir.
Y también salgamos al encuentro de este tesoro que es Jesús< en las cosas que nos cuestan, en las dificultades.
LA FILIACIÓN DIVINA
Leemos este punto de Camino:
«Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra, para que no los desperdicies: Hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel”
(P. 194 de Camino. San Josemaría).
Los tesoros misteriosos, paradójicos, contraintuitivos del cristiano.
En la cruz encontramos el tesoro de la filiación divina identificados con Cristo, nos sabemos y sentimos hijos del Padre.
Hambre. Sed. Calor. Frío. Dolor. Más que todas esas dificultades de la vida, no son para lamentarse o quejarse o autocompadecerse, sino para encontrarse con Él.
Ahora toda la fuerza de la parábola radica en una palabra:
«El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder, lo cuida, lo protege, no permite que se lo roben. Y lleno de alegría…»
(Entendemos perfectamente este gozo del hallazgo),
«…va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo».
LA GRANDEZA DE SU PALABRA
La fuerza de la parábola es todo, porque si no fuera todo, ya sería un tesoro más, entre otros.
El tesoro de Cristo es aquel por el cual vale la pena vender todo lo que tenemos.
¿Qué significa? Poner en juego nuestra vida entera. Lo que hacemos, lo que pensamos, lo que buscamos en razón de abrirnos a la conquista que el Señor quiere realizar de nuestro pobre corazón. Si quitamos esta palabra, relativizamos el Evangelio, sería un tesoro más…
Señor, ayúdanos a descubrir la grandeza de tu Palabra y de tu amor.