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VIERNES SANTO, PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR

Jesús muere en la Cruz
VIERNES DE PASIÓN Y DE CRUZ

Y canta la liturgia: -los sacerdotes y consagrados hemos cantado- ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza…! (Himno Crux fidelis. Adoración de la Cruz). Jesús muere en la Cruz.

Toda la vida de Jesús está dirigida a este momento supremo. Ahora apenas logra llegar, jadeante y exhausto, a la cima de aquel pequeño monte o altozano llamado “lugar de la calavera”. Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a clavarle en el madero.

Introducen los hierros primero en las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es izado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que está fijo en el suelo. A continuación, le clavan los pies. María, su Madre, – nuestra madre-, contempla toda la escena.

El Señor está firmemente clavado en la cruz. Había esperado en ella muchos años, y aquel día se iba a cumplir su deseo de redimir a los hombres. Lo que hasta Él había sido un instrumento infame y deshonroso, se convertía -después de Él- en árbol de vida, una escalera de gloria.

Una honda alegría le llenaba al extender los brazos sobre la cruz, para que supieran todos que así tendría siempre los brazos para los pecadores que se acercaran a Él:  Siempre abiertos. (Como lo dice Luis de la Palma, en su libro: La pasión del Señor)

JESÚS VIO LA CRUZ

Vio, y eso le llenó de alegría, cómo iba a ser amada y adorada la cruz, porque Él iba a morir en ella. Vio a los mártires, que, por su amor y por defender la verdad, iban a padecer un martirio semejante. Vio el amor de sus amigos, vio sus lágrimas ante la cruz. Vio el triunfo y la victoria que alcanzarían los cristianos con el arma de la cruz.

Vio los grandes milagros que con la señal de la cruz se iban a hacer a lo largo del mundo. Vio tantos hombres que, con su vida, iban a ser santos, porque supieron morir como Él y vencieron al pecado” (La Pasión del Señor, Luis de la Palma). Contempló tantas veces cómo nosotros íbamos a besar un crucifijo; nuestros recomenzar en tantas ocasiones.

Jesús está elevado en la cruz. A su alrededor hay un espectáculo desolador; algunos pasan y le injurian; los príncipes de los sacerdotes, que son los más hirientes y mordaces, se burlan; y otros pasan, indiferentes, miran el acontecimiento. Muchos de los allí presentes le habían visto bendecir, e incluso hacer milagros.

CÁLIZ DE DOLOR

Pero, no hay reproches en los ojos de Jesús, solo piedad y compasión. Le ofrecen vino con mirra (que es narcótico que alivia los dolores) mas Él decide no tomarlo; con la plena libertad de el amor, como no lo dice san Josemaría. (Dad licor a los miserables y vino a los afligidos: que bebiendo olviden su miseria y no se acuerden más de sus dolores).

El Señor lo probó por gratitud al que se lo ofrecía, pero no quiso tomarlo, para apurar el cáliz del dolor. ¿Por qué tanto padecimiento?, se pregunta san Agustín. Y responde: “Todo lo que padeció es el precio de nuestro rescate” (san Agustín, Comentario sobre el salmo 21).

No se contentó con sufrir solo un poco, quiso llegar hasta la última gota del cáliz sin reservarse nada, para que aprendiéramos la grandeza de su amor y la bajeza de nuestro pecado, para que fuéramos generosos en la entrega en la mortificación, en el servicio de los demás. Jesús que hagamos que Tu Cruz sea un árbol que, dé mucho fruto, que ese ejemplo, nos sirva a todos los que estamos escuchando este audio para no quejarnos nunca del sacrificio, de aceptarlos gustosos, como lo hiciste Tú, ese sacrificio completo hasta la última gota. Que yo sepa convertir mi vida en un sacrifico, en una entrega a los demás en una entrega sobre todo a Ti en medio del mundo, en un mundo que corre lejos de Ti.

LOS FRUTOS DE LA CRUZ

Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Podemos pensar en este ladrón bueno: le habla con la confianza que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus milagros.

Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, en sus ojos no se encuentran ira, ni desaliento, solo hay misericordia, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor.

MAGESTAD EN EL DOLOR

Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Otros muchos se convertirían al meditar los hechos de la Pasión recogidos por los Evangelistas.

Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. “Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.” Jesús ,yo quiero decirte hoy lo mismo, cuando estés en tu reino y ahora que esta ahí. Porque yo quiero estar cerca de Ti Señor… Y Él le responde “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Que bonita respuesta, Señor yo también quiero al final de mi vida quiero estar contigo para siempre en el paraíso.

LA EFICACIA DE LA PASIÓN

Hoy estamos en Viernes Santo y estamos viendo la eficacia de la Pasión que no tiene fin: Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20).

No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuera el único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.

Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible. Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza.

Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer que  la Pasión de Cristo no tenga fruto.

Pero nosotros queremos hacerlo, nosotros queremos que se aplique en nosotros, esta vida de Cristo.

MUERTE DE JESÚS

Me gusta como lo narra san Josemaría en su Via Crucis: “Se apaga la luminaria del cielo, y la tierra queda sumida en tinieblas. Son cerca de las tres, cuando Jesús exclama:

“-Elí, Elí, lamma sabachtani?! Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46).

“Después, sabiendo que todas las cosas están a punto de ser consumadas, para que se cumpla la Escritura, dice:

“-Tengo sed (Jn 19, 28).

“Los soldados empapan en vinagre una esponja, y poniéndola en una caña de hisopo se la acercan a la boca. Jesús sorbe el vinagre, y exclama:

“-Todo está cumplido (Jn 19, 30).

“El velo del templo se rasga, y tiembla la tierra, cuando clama el Señor con una gran voz:

“-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).

“Y expira.

“Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz” (San Josemaría, Vía Crucis, XII).

Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more…” (Himno Stabat Mater).

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