PRÍNCIPE Y MENDIGO
Estoy seguro de que conoces la historia de: “El príncipe y el mendigo” que, originalmente, fue escrita por Mark Twain -capaz que has incluso leído el libro- y ha tenido muchísimas adaptaciones para el cine y para la televisión.
Así que no creo que estoy haciendo ningún spoiler del final, que ya seguramente conoces, en el que el mendigo Tom está a punto de ser coronado, por equivocación, como el rey de Inglaterra y sucesor de Enrique VIII.
Pues resulta que, en ese preciso momento, entra el príncipe Eduardo a la sala donde se está produciendo la coronación e interrumpe la ceremonia diciendo que él es en realidad el heredero del trono.
Pero claro, el problema está en que el príncipe Eduardo tiene un aspecto que no concuerda precisamente con lo que está reclamando, porque está vestido de mendigo.
De hecho, los nobles se niegan a creer que ese niño que se les aparece, como un mendigo, sea el verdadero rey.
LOS SUYOS NO LO RECONOCIERON
Pues al recordar esta historia me acordé también de esos memes que dicen: “parece chiste, pero es anécdota”, porque yo me atrevería a decir que Mark Twain se plagió esta historia -que es ficticia evidentemente-, de una historia real que fue recogida por otro autor muchos siglos antes.
Me refiero, por supuesto, al Evangelio de san Juan, que dice en su prólogo:
“El Verbo era la luz verdadera que alumbra a todo hombre viniendo al mundo. En el mundo estaba y el mundo se hizo por medio de él y el mundo no lo conoció. Vino a su casa y los suyos no lo recibieron”
(Jn 1, 9-11).
Resulta que este tema es muy recurrente en la literatura, porque además de lo que le sucede al príncipe Eduardo en esta historia de Mark Twain ¿acaso no se parece también a esa historia de Odiseo cuando regresa a Ítaca, su hogar, después de dos décadas, también vestido como un mendigo y ni siquiera su esposa lo reconoció, tan solo su perro Argos, que cuando lo ve pasar empieza a mover la cola de alegría? O de modo similar, en El Señor de los Anillos, que la gente no reconoce a Aragorn como el heredero de Isildur en el trono de Gondor, hasta que desenfunda su espada (la Narsil) que le cortó el anillo de la mano de Sauron.
PARECE CHISTE, PERO ES ANÉCDOTA
Pues como te decía, en la literatura este es un tema muy recurrente, aquello del rey que regresa pero no lo reconocen. ¡Y qué pena pasan los que meten la pata! porque, de hecho, más de uno pasará por el filo de la espada, por su necedad.
Pero resulta que la realidad supera la ficción y por eso aquello de que “parece chiste, pero es anécdota”.
Precisamente en el Evangelio de hoy vemos una muestra de lo que leemos también en el prólogo de San Juan:
“los suyos no lo reconocieron”.
Hoy estamos haciendo estos 10 minutos con Jesús y vamos a meternos, como hacemos tantas veces en el Evangelio, como un personaje más. Por eso, resulta que hoy no es martes, sino sábado en las tierras de Judá.
– Y te vemos, Señor Jesús, atravesando los sembradíos.
Tus discípulos están contigo y nos asombra porque ¿será que tienen hambre? Porque empiezan a arrancar las espigas de ese sembradío.
Y nosotros, que somos un judío más, sabemos que, siendo sábado, la Ley de Moisés prescribe el descanso total de todo trabajo. De hecho, dice el libro del Éxodo:
“Seis días trabajarás, el séptimo día descansarás; no ararás ni recolectarás”
(Ex 34, 21).
Pero también, seamos sinceros, esto de Tus discípulos no nos parece que sea precisamente cosechar el campo, como lo haría un campesino, porque ese es su oficio.
Pero los fariseos no piensan igual. De hecho, los vemos venir a la carga como policías de lo correcto, y reclamarte Jesús porque piensan que tus discípulos han transgredido la ley.
“¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?”
(Mc 2, 24)
te dicen.
LA LEY RABÍNICA
Y a nosotros, que ya conocemos lo escrupulosos que son, en cierto modo no nos extraña esta actitud. La legislación rabínica tenía una lista de 39 formas de trabajo que estaban prohibidos en sábado. Y en tiempos de Cristo, estas 39 prohibiciones estaban en todo su rigor.
Entre ellas estaban, por supuesto, recoger la mies y atar las gavillas -porque eso salía también en el libro del Éxodo-, pero evidentemente se refieren al trabajo del campesino que tiene otros seis días de la semana para vivir de ese trabajo.
Pero estos fariseos escrupulosos equiparan el arrancar espigas y frotarlas al trabajo de un campesino y ese no era el sentido de la Ley y no era tampoco lo que estaban haciendo los discípulos.
EL SENTIDO VERDADERO DE LA LEY
De hecho, en la misma ley se lee:
“Si entras en la mies de tu prójimo, podrás tomar algunas espigas con la mano, pero no meter la hoz ni la mies en la mies de tu prójimo”
(Dt 23, 25).
Es decir, si tienes hambre chico, cómete una manzana que te consigas en el camino, pero no te pongas a cosechar manzanas. Y por eso, lo de hoy es una polémica absurda. No hubo transgresión de la Ley.
Pero lo que nos parece más absurdo, es que estos hombres, que son expertos en la fe judía, que son doctores de la Ley, son incapaces de reconocer al mismo autor de la Ley. Le están explicando a Einstein la ley de la relatividad. Quieren corregirle la plana al maestro. Y esto es lo que debería sorprendernos de este Evangelio, si lo estuviésemos leyendo por primera vez.
Si tan solo supieran a quién tienen delante de ellos, si tan solo supieran que están hablando con Dios, el creador del universo, legifer noster, rex noster, -nuestro legislador, nuestro rey.
LAS LEYES DE DIOS: UN MEDIO, NO UN FIN
Es que los fariseos están tan enamorados de lo bien que hacen las cosas, de cómo al compararse con los demás les parece que son superiores, que están envueltos en una ceguera total. No pueden ver, por la soberbia, que lo que Dios manda es un medio para algo y no un fin en sí mismo.
Nos acordamos de que estamos meditando este Evangelio como un personaje más y también nos sorprendemos al descubrir, de repente, que no somos un espectador más de aquella escena, sino protagonistas: estamos rodeados de fariseos porque nosotros somos uno más de los fariseos.
Y no solo hoy, sino tantos momentos de nuestras vidas. Porque ¿acaso no tenemos también nosotros esta tendencia a pensar que lo que hacemos por Dios ya es más que suficiente? ¿O acaso no tenemos que lidiar con la tentación de juzgar, de criticar, incluso de murmurar, de creernos mejores que los demás o de que hacemos las cosas mejores que los demás?
LA CEGUERA QUE CAUSA LA SOBERBIA
Pues eso mismo le sucede a los soberbios, a estos fariseos cuya soberbia les hace subirse a un pedestal y desde allí atreverse, incluso, a acusar a Dios de no haber entendido la Ley. De nuevo, la escena a mí me parece completamente absurda.
Por eso, el Evangelio de hoy no va de un Dios arbitrario que hace la regla y hace la excepción -que vamos, podría hacerlo perfectamente, porque Él es el dueño y Señor del sábado y por eso puede obrar como le plazca. Sino que el Evangelio de hoy, va más bien de hombres que no han hecho el esfuerzo de pensar las cosas en el sentido que las pensó Dios.
Por eso, ellos tampoco se esfuerzan en ver las cosas como las ve Dios, ni en ver a las personas como las de ellos. Ellos están tan cómodos con lo poco que hacen, que les parece demasiado o, al menos, más de lo que hacen los demás, que no se dan cuenta de lo ridículo de su situación. Es que la soberbia también a nosotros nos hace caer en lo ridículo delante de Dios.
NO SEAMOS COMO FARISEOS
Hoy los fariseos vienen a explicarle las reglas al que las hizo, probablemente porque no han entendido el motivo. No han comprendido que aquello iba más bien por el debido abandono en las manos de Dios. Que el sentido del Shabat era el dedicarle tiempo a Dios, de modo que el trabajo también los llevará a Dios.
Como les sucede tantas veces, los fariseos han confundido el medio con el fin y están tan encerrados en su torre de marfil que no pueden reconocer que es Dios quien les da el sentido de lo que reclaman.
No te olvides amigo mío, que hoy estamos vestidos como un fariseo más. Vemos al Señor que nos habla con una paciencia infinita, como sucede tantas veces en la oración. Y nosotros tenemos, en cambio, este corazón nuestro endurecido, dispuestos a seguir en nuestra trinchera: “de aquí no me muevo; las cosas a mi manera o no se hacen; lo que me conviene será ley o no será”.
No caigamos en esa misma situación absurda de los fariseos, que no basta con tener delante a Dios: debemos, además, tener esa apertura para que Él nos hable, que nos haga ver las cosas, que podamos obedecer libremente a Sus mandatos; que Él nos muestre el sentido de nuestra vida, aunque nos cuesta a veces entenderla; que nos abra los ojos de la humildad y nos diga, como a la Samaritana en el pozo de Jacob:
“Si tan solo conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber”
(Jn 4, 10).