Pero no termina ahí: hijo desagradecido con una madre, a quien dejó engañada esperando por él en una iglesia cuando huyó hacia Italia.
Por estas y otras conductas hacia ella se ganó el título del “hijo de las lágrimas de una madre”. Sí, hoy celebramos a san Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia. Un santo del siglo cuarto, más que cualquier otro santo hasta hoy.
Alguien dijo, que es el santo que inventó un nuevo género de escritura: la autobiografía. En Las Confesiones, escribe con una sinceridad y una sencillez asombrosas, convirtiendo en confesión, es decir en alabanza a Dios, todo lo que relata.
Un niño fresa
Aurelios Agustinos o San Agustín de Hipona nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana el 13 de noviembre del 354. De familia de clase alta, sus padres eran el pagano Patricio y la cristiana Mónica, que gracias a su virtud, fe y lágrimas llega a ser testigo de la conversión de su hijo y del bautismo también de su esposo, un hombre que le era infiel y la maltrataba.
Su padre tenía ambiciones para su hijo, movió todas sus influencias para que el muchacho tuviera educación. Mónica en cambio, sembró en sus hijos la semilla de Cristo y con su ejemplo, el corazón de Cristo en ello. Agustín dice que él siempre quedó impactado por la figura de Cristo, lo amó desde que su madre lo inició en la vida de fe y oración.
Sin embargo, al entrar a la adolescencia decidió mirarse en el espejo de su padre. Se volvió rebelde, promiscuo e incluso ladrón. Él escribe : “no tenía necesidad de robar sino de disfrutar del pecado en su misma esencia, así era mi corazón : un alma depravada buscando la destrucción, ninguna de las palabras de mi madre había calado en mi corazón.Sus palabras solo me parecían consejos de mujeres a los que me daba vergüenza seguir y, sin embargo, eran del Señor y yo no lo sabía y al rechazar su consejo rechazaba el del Señor».
A los diecinueve años abandona la Iglesia
Decidió separarse de la Iglesia y caminar por otros caminos, aquellos que respondieran a su deseo de sabiduría, inspirada por su encuentro con Platón. Podría ser esta la primera conversión del santo, la aspiración a la sabiduría lo que lo llevó al estudio de cierta filosofía, la herejía maniquea y la astrología.
Además siente el deseo de la perfección moral pero se rinde al placer sexual, convirtiéndose para él en una adicción. Finalmente, conoció a una mujer de la que se enamoró y tuvo a su único hijo: Adeodato. Agustín y “Anónima” (así la llamamos ya que el santo no quiso dejar su nombre escrito en su autobiografía) pudieron vivir juntos hasta quince años pues el Imperio Romano aceptaba el concubinato.
Por esa misma época se decepciona del maniqueísmo, parte a Roma y ahí queda impactado por los sermones del Obispo Ambrosio.
Se bautiza y tiene que renunciar a Anónima ya que Mónica, su madre ya había arreglado un matrimonio para él, sabemos que finalmente nunca se casó y abrazó el sacerdocio.
San Agustín conmueve hasta las lágrimas al relatar el calvario y el dolor del corazón al separarse de ella y enviarla de regreso a Cartago, quedando a cargo del hijo fruto de ese amor. Escribe: “Entre tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de mi lado, como un impedimento para mi matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta a África, te hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella”.
Gracias a san Ambrosio encuentra en la Biblia todo lo que buscaba
Entendió como el Antiguo Testamento conduce a la figura de Jesucristo, conduce a la persona de Cristo, y le va haciendo comprender el sentido de toda la vida de Cristo.
Agustín comprende así que Jesús era y es verdadero Dios y verdadero hombre. Conocerlo enciende en él esa llama de amor viva en su corazón con la que lo vemos en muchas de las ilustraciones. El hombre inteligente, erudito y apasionado queda transformado por el amor de Cristo y decide que ese era el camino que quería seguir. Quizá es esta su segunda conversión, a los 32 años.
Encontrar algo de este santo en uno mismo
El proceso de conversión de san Agustín nos impacta a ti y a mí porque todos somos pecadores. Hay en su vida, algo de mi vida y de la tuya. Y como te pasó a ti y a mí, encontró a Cristo, rindió su inteligencia y la voluntad de su corazón dejándose así ser conquistado por su amor.
“Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti», escribe. Y agrega: “Tú estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí y más alto que lo supremo de mi ser”. A Cristo, cuando se le encuentra, profundiza nuestra humanidad, pues Él habita en lo más íntimo de nosotros. Por eso, amarlo, seguirlo e imitarlo se tiene que notar. La vida ya nunca volverá a ser igual.
San Agustín vivió este proceso, que es el mismo para todos. Encontró en Él, sentido a su vida. En Él, aprendió que tenemos un Padre de ternura y bondad.
Su conversión final
Hay un episodio muy singular y misterioso en una de las etapas hacia la conversión de san Agustín que me impacta mucho…
Un día, en un jardín privado, en coloquio con Nuestro Señor, le ocurrió algo que le despejó de toda duda y que también relata en
Las Confesiones:
“Mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como estas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas. Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».
Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio, y , yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas”.
Encontrar a Jesús es conocer el sentido de la vida eterna
Solamente con el Señor encontramos nuestro verdadero yo, nuestra verdadera identidad. Se trata por tanto de hacer un camino, un camino de autodescubrimiento hacia este Dios que está en nosotros, en ti y en mí. Está ahí para impulsarte a vivir, para renovarte, para rejuvenecerte.
El Señor ahora mismo en estos tiempos de oscuridad, de pandemia, de muerte y de purificación nos necesita mucho más frescos, optimistas, alegres y eternamente jóvenes. Cristo da al corazón, una juventud eterna. San Agustín nos hace la invitación de esta manera: “no rechaces rejuvenecer con Cristo incluso en un mundo envejecido …”.
Él te dice, no temas. Tu juventud se renovará como la del águila, solo con Dios las cosas pueden alcanzar sentido. Nos pueden renovar, nos pueden hacer bien, incluso los grandes males nos pueden convertir en personas mucho mejores, mucho más capaces, mucho más profundas, mucho más fecundas.
Pero este rejuvenecimiento de ilusión por la vida, de vivir para amar, de vivir para servir y amar apasionadamente al mundo, solo es posible si estás con Cristo y si cada día dejas que transforme tu corazón con su disciplina, firmeza y amor.
Señor que como san Agustín, yo comprenda que no dejar mi oración diaria es lo más importante para vivir siempre en presencia de Dios y poder disfrutar de esta fuerza rejuvenecedora de nuestro espíritu que ayuda tanto a todas las personas a descubrir el sentido de su vida y a recuperar la paz y la alegría.
Termino con uno de los párrafos más hermosos dentro de Las Confesiones:
“¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en Ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por Ti; gusté de Ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abracé en tu paz”.