No sé cómo empezaste el 2020. Quizás tenías el mejor trabajo, la mejor oportunidad. Quizás era tu último año de universidad o incluso quizás estabas a punto de hacer el viaje de tu vida.
Vivíamos ciegos, creyendo que construíamos la famosa felicidad. Creíamos que todo a nuestro alrededor era importante y daba valor. Nunca vimos que vendría esta pandemia y que íbamos a tener que tomar la decisión de quedarnos en casa para salvaguardar vidas.
Y entonces, en aquel aislamiento, llegamos a comprender que aquello que considerábamos necesario e imprescindible quedó a un lado por lo verdaderamente importante.
Aquello que quizás ya no le dábamos importancia, ahora formaba nuestro día a día. Con quien ya no compartiamos, empezamos a hacerlo y para aquellos que vivimos solos, nos dimos cuenta que nunca hemos estado solos.
¿Cómo un virus pudo cambiar nuestra vida de un día al otro?
Primeras reacciones
No te voy a mentir. Al inicio quizás pensamos que eran vacaciones, quizás pensamos que podíamos descansar, quizás pensamos todo, pero no pensamos en el que es Todo y sin imaginarte, lograste adentrarte en aquel silencio de tu corazón y encontraste a Aquel que nunca te había abandonado. Entendiste que todo lo que habíamos buscado para alcanzar la felicidad no estaba lejos: estaba dentro de ti.
En ese silencio, en ese vacío que experimentaste en aquellos días de aislamiento, lograste escuchar aquella voz que siempre te ha llamado por tu nombre.
Fue aquel silencio el que te llevó a darte cuenta que Él siempre había estado ahí, que por el enorme ruido del mundo habíamos fijado nuestra mirada en cosas tan efímeras y la habíamos perdido de aquello eterno.
Y entonces seguramente experimentamos aquel dolor, aquel luto de cuando Jesús se despidió de los discípulos porque debía volver al Padre y humanamente ya no lo podrían ver. El hambre de nuestra alma no podía ser saciada sacramentalmente, nuestros ojos solo podían verlo a través de aquella pantalla que tanto en la vida cotidiana te gustaba pero ahora te dolía al no poderlo contemplar presencialmente.
¡Que dolor! ¡qué vacío saber que muchos años pasaron sin amar tanto, sin desear tanto, sin anhelar tanto aquel pedacito de cielo, aquel amor, aquel Jesús sacramentado! ¿cuántas misas habías ido antes de la cuarentena y no hallabas aquel silencio mental, aquel callar de tus mismas emociones? ¿cuántas horas de adoración desperdiciaste sin poder contemplar el Amor? ¿cuántas comuniones no recibiste por preferir una fiesta, una salida, una cita o tu trabajo?
Y ahora que anhelas recibirlo, no poderlo hacer ¡Oh alma qué dolor profundo! ¡Qué ardor de necesidad de acercarse a aquella fuente de la eternidad!
Cambio de paradigmas
Como aquella escena donde los discípulos se encontraban con miedo, con tristeza, siendo consolados por María, un Pentecostés nuevo pudimos experimentar, un ardor de amar y ser amado, un fuego purificador, consolador, una caricia maternal, una compañía celestial, rodeaba ya nuestra vida, escondidos en las casas pero encendidos porque un mar de Misericordia había sido derramado al mundo entero traído por manos Maternales, dulces y angelicales, consolaciones de amor, gracias inigualables.
Dios ya había preparado cada instante de amor en la eternidad para aquellos que le pertenecían, por aquellos que ya lo había entregado todo y quiso entregarnos más.
A veces podemos pensar que la presencia de Dios se sentía más en aquellos primeros días de nuestra Iglesia, pero hoy podemos confirmar que hemos vivido un nuevo Pentecostés, que era necesario apartarnos de todo aquello que nos distraía, que era necesario el silencio, que debías escuchar nuevamente aquella voz de aquel Pastor que tenía tiempo buscándote y que por tantas cosas del mundo te distrajiste y lo dejaste de escuchar.
¿Qué esperas?
Y ahora que lo has vuelto escuchar ¿qué esperas? ahora que has sentido el consuelo, la ayuda de la reina del cielo, ¿cuál es tu nuevo comienzo? Hagamos que este nuevo Pentecostés pueda renacer aquella Iglesia que nació hace más de 2000 años, haciendo eco a las palabras de Jesús “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt16-24).
Es la hora decisiva donde el alma clama reposar en su Creador, donde las alegrías no duran un segundo sino una eternidad. Es hora de dar ese paso de confianza a Dios y no al mundo o a los hombres, donde verdaderamente encontrarás la felicidad infinita en un Dios infinito. Es hora de ya no ser tan duro contigo mismo, de aparentar felicidad, de ocultar tus tristezas, de cubrir tus heridas. Es hora de sanar, de confiar, de sonreír con el alma. Es hora de perdonar, es hora de entrar a ese jardín donde has sido muy esperado. Es hora de sentirse amado.